De coyuntura en coyuntura, la economía mexicana reproduce la pauta de crecimiento implantada a inicios del siglo actual. En vez de asumir las enseñanzas de los primeros años del TLCAN, en el sentido de que la apertura y la expansión libérrima de los mercados no serían suficientes para relanzar el desarrollo del país, los dirigentes económicos y financieros del gobierno con el que se inauguraba la alternancia impusieron su visión de política económica. Una comprometida con los objetivos de estabilización financiera, a costa de lo que fuera.
Aquella presunción de los ocupantes de la Secretaría de Hacienda, de que así se naturalizaría una nueva forma de ejercer la rectoría del Estado, empezó mal. Sus programas de desarrollo financiero no se cumplieron; la economía prolongó su recesión más allá de la de Estados Unidos, el Tratado devino en inercia y el ritmo de la actividad productiva, al terminar el siglo XX, quedó en la cuneta.
México se alejaba así del dinamismo que encierra el horizonte de un crecimiento superior a 6%. Es por eso, entre otras razones, que en el ánimo público se impuso una suerte de "enojo resignado", un sálvese quien pueda que luego se desplegaría en la informalidad salvaje y las opciones de muchos jóvenes más que por la informalidad, por la ilegalidad. México se instalaba como pionero de lo que se denominaría "estancamiento secular".
Luego, con la Gran Recesión y su recuperación lenta y empleo precario e insatisfactorio, desde el punto de vista de las necesidades básicas de la sociedad, tal ánimo social se ha arraigado hasta el extremo de que el propio tema del crecimiento ha sido banalizado desde el poder mismo, tanto del que llamamos poder constituido conforme a la Constitución, como el que se procesa en el capital privado, el sistema financiero y la propia autonomía del gobierno financiero.
La reciente alerta hecha de nuevo por el Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico (IDIC), junto con los editoriales periodísticos de su director, el doctor José Luis Cruz, no calarán mucho en este ánimo. El que la industria instalada en el país registre ya varios meses de no crecimiento, debería ser motivo de intensa preocupación y alarma en la sociedad y, desde luego, materia de discusión intensa y extensa en los órganos de deliberación y decisión del Estado. Pero no es así, a pesar de lo que estos registros dicen sobre el lamentable estado de muchos grupos, regiones y comunidades.
Lo mismo tenemos que decir sobre los datos recientes del comportamiento de la inversión física y sus principales componentes, la construcción, la producción o compra de maquinaria y equipo, etc. Todo es declive, expresión ominosa de lo que realmente pasa por las perspectivas de quienes toman decisiones económicas.
Si hubiese que decirlo lapidariamente habría que decir que estas informaciones remiten más allá del ciclo económico, llevan a una estructura de dominio, poder y distribución que no solo terminó con la caída de la hiperglobalización tras la Gran Recesión, sino que se ha vuelto socialmente peligrosa.
En nuestro caso, aceptar sin más una recesión industrial tan prolongada y recibir sin inmutarse los datos referentes a la caída estrepitosa de la acumulación de capital, es aceptar hoy que no hay futuro. No en balde las mil y una fugas por las que todos los días optan miles de jóvenes. "La neta, no hay futuro" rezaba un estrujante documental de hace lustros. "A uno lo amargan todo en su país" me dijo un joven indocumentado en la línea fronteriza de Tijuana, hace ya más de veinte años. Sin futuro, sin humor y con amargura.