Sin la menor sutileza, el recién estrenado, por segunda vez, mandatario de los Estados Unidos de América, con su muy particular estilo de gobernar, ha puesto en ejecución, con vertiginosa rapidez, sus promesas de campaña, eligiendo a México como su villano favorito.
En realidad, no hay sorpresa alguna; su discurso ha sido reiteradamente amenazador y se va materializando paulatinamente con sus acostumbradas órdenes ejecutivas, como es el caso del control fronterizo y las deportaciones de migrantes que incorporan un componente internacional a la política interna norteamericana que, si bien no es novedosa, evidentemente tiene una intencionalidad mucho más ruidosa.
Tampoco son novedad los sobrevuelos de aeronaves estadounidenses con tecnología para la intercepción de comunicaciones; lo que sorprende es que estos se realicen ahora tan ostensiblemente visibles a la par de la navegación de un instrumento de proyección bélica, un portaaviones, cercano a los litorales mexicanos, lo que guarda estrecha relación con la intención del gobierno de los Estados Unidos de catalogar a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas.
Al respecto, el gobierno de México ha adoptado un discurso con tono moderado tendiente a desestimar o al menos atemperar la amenaza, pero, paradójicamente, recurre a la exaltación del nacionalismo y la soberanía con un tácito reconocimiento del riesgo que se enfrenta con el imprevisible temperamento de nuestro singular vecino que ya ha logrado, con el simple anuncio de la imposición de aranceles, que el gobierno mexicano desplegara diez mil efectivos más para contener la migración.
Aunque se duda de la posibilidad de una intervención militar norteamericana abierta y directa en suelo nacional, las presiones políticas y económicas, evidentemente preocupantes, obligarán a la adopción de nuevos mecanismos en la relación bilateral bajo las condiciones de nuestro vecino, que parece estar hablando en serio y actuando en consecuencia con celeridad.
Instrumentos de colaboración como la Iniciativa Mérida o el descafeinado Acuerdo Bicentenario podrían ser el antecedente sobre el cual se establecieran las bases de un nuevo entendimiento, pero que, obviamente, estaría condicionado por las pretensiones y exigencias más radicales del gobierno estadounidense.
El gobierno de México, más allá de la narrativa nacionalista y la difusión mediática de una mayor actividad en el combate a la criminalidad, parece no tener mucho margen de maniobra para contener la aplanadora de decretos y la obsesión antimexicana del nuevo gobierno de la Unión Americana.
La posibilidad de un mayor activismo de las agencias de los Estados Unidos en México sigue latente.