El autor es Profesor de Derecho Constitucional Universidad Panamericana. @fvgb10
La mayoría de las personas pensarían que es una enseñanza más. Así como las matemáticas, la anatomía o la biología (y un largo etc.). Sin embargo, el saber de un jurista difiere de lo que se le enseña en la escuela de hoy. Es más, ¿para qué aprender Derecho si hoy ya elegimos a los jueces?, esos quienes dirán qué es derecho y lo justo en el caso concreto. En suma, ¿el Derecho nos importa? Es más, las sentencias las puede dictar ChatGTP. ¿Para qué preocuparnos?
Partamos de lo básico: el Derecho no son matemáticas. Ahí dónde 2+2 son 4; en el Derecho no lo es, es decir, el 2+2 pueden ser 6. Obvio es que 2+2 no pueden ser 6, pero permítanme explicarme.
Estamos “ilustrados” a partir de una forma de pensar y reflexionar que implica que sólo es ciencia lo que puede sumarse, restarse, dividirse, multiplicarse y, después de ello, todo puede explicarse. La ciencia, así entendida es ciencia, sólo porque alguien nos dijo que así tenía que ser. Nos inculcaron el método científico desde que éramos niñas y niños. Sumar, restar, dividir y multiplicar. Lo curioso es que, desde temprano, nos damos cuenta que la vida no es así. En lo interior o en lo exterior, sumas y restas y las cuentas no te dan. Sin embargo, seguimos exigiendo lo mismo, un día tras otro; es el sistema de pensamiento que heredamos.
A finales del s. XVIII, un “filósofo”, Augusto Comte, planteó la idea de que todo conocimiento debía ser matemático, comprobable, medible y cuantificable para que fuera conocimiento “científico”. Según Comte, la humanidad pasa por tres fases o etapas de conocimiento, cada una de ellas superior a la anterior, que son: (i) el conocimiento religioso, (ii) el filosófico y (iii) el científico. Las formas de conocimiento religioso y filosófico (a las que se refiere como teológico y metafísico, respectivamente) se ven superadas por el conocimiento positivo o científico, por lo que, una vez alcanzado éste, no tiene sentido ni justificación mantener las anteriores formas de conocimiento.
Ese impulso generó lo que hoy conocemos como cientificismo, es decir, puso en tela de duda la cientificidad del conocimiento religioso, filosófico, pedagógico, jurídico, psicológico, político, artístico, etc., debido a que no es matemático, comprobable, medible y cuantificable. Pero… ¿quién puede medir la grandiosidad de las cuatro estaciones de Vivaldi?, o ¿quién puede calcular la veracidad de las afirmaciones de Tomás de Aquino o Gustav Radbruch en contra de las leyes injustas? Éstos últimos ─por ejemplo─ se atrevieron a decir, el primero, que la ley que no fuera justa pareciera que no fuera ley, y el segundo, con mayor claridad, que la injusticia extrema, aunque fuera ley, no es derecho.
La pregunta es hoy, queridas y queridos amigos: ¿lo que los filósofos, juristas, pedagogos, psicólogos, historiadores (etc.) pretenden explicar?, ¿puede ser descartado?, ¿lo que una persona le debe a otra es irrelevante?, ¿la lesión al derecho de alguien aún y cuando esté mandatado por una ley es justo? Si la respuesta es negativa, quiere decir que el derecho sí es para todos.
Y es así, porque desde que venimos al mundo llegamos a una familia en la que nacimos o fuimos admitidos. Ahí, sólo ahí, se generan relaciones de debitud, ¿qué es eso?, relaciones en las que alguien le debe algo a otro. Uno sólo no se merece, no puede subsistir. Como decía Aristóteles, “el que sea incapaz de entrar en esta participación común es una bestia o un dios. [Por ello] en todos los hombres hay pues por naturaleza una tendencia a formar asociaciones de esta especie [que son] causa de los mayores bienes…”[1]
Es por ello que, el derecho está en nosotros y para nosotros, ya que, si el fin del derecho es la justicia y ésta es darle a cada quien lo suyo, es evidente que nos debemos al “otro”. Los demás deben ser nuestra referencia. No buscar más ganancia de la que nos corresponde, no pretender más allá de lo que nos es debido.
¿Y qué es lo debido?, es el derecho del otro, o el propio, ni más ni menos. Es lo que debo y lo que me deben. Eso es el derecho. Los juristas romanos lo explicaban como el “ius”, la cosa debida, el derecho. De esta forma, el “ius”, la cosa debida nos da un parámetro para las relaciones interpersonales: no lesiones el “ius” de otros y no permitas que otros lesionen tu “ius”. Cuando ello ocurra, es cierto que hemos pensado que el Estado (en cualquiera de sus manifestaciones) resolverá el problema. Hoy quizá no sea así. Debemos, tenemos, nos vendrá mejor, resolver nuestros conflictos entre nosotros, a la luz de tres principios del humanismo universal: 1) trata a los demás como quisieras ser tratado; 2) no le hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran y; 3) siempre busca hacer bien, nunca el mal.
[1] Aristóteles, La Política, 17ª ed., trad. de Antonio Gómez Robledo, México, Porrúa, 1998, colección “Sepan cuantos…”, p. 159.