“La nueva tecnología cambiará todo”, decía el evangelista. “Está transformando la cultura, la economía y la política mucho más profundamente que la era informática”, escribió. “Está surgiendo una nueva economía, basada en una esfera de resplandor cornucopiano: una realidad revelada y desenmascarada, que deja solo la luz prometeica”. George Gilder, escritor y gurú tecnológico, publicó estas palabras a finales del año 2000. La tecnología revolucionaria a la que se refería era el cable de fibra óptica. Y tenía motivos para el optimismo. En los años previos, la llamada “superautopista de la información” se había extendido por todo el país, acercando internet a millones de estadounidenses. Ese auge dio origen a cientos de empresas de telecomunicaciones, muchas de cuyas acciones Gilder recomendaba en su popular boletín de inversión.
Meses después, las empresas de telecomunicaciones se desplomaron. El sector perdió 500 mil millones de dólares y más de 200 compañías se declararon en bancarrota. Algunos ejecutivos terminaron en prisión. La luz prometeica había sido tan intensa que cegó a todos.
La retórica exaltada de Gilder puede sonar familiar para quien haya escuchado últimamente a los ejecutivos tecnológicos hablar sobre inteligencia artificial. En junio, Elon Musk predijo que la IA sería más inteligente que cualquier ser humano antes de que termine 2026. En julio, Sam Altman, director general de OpenAI, aseguró que su producto “va a redefinir el curso de la historia humana”. Mark Zuckerberg ha imaginado crear “una superinteligencia personal que te ayude a alcanzar tus metas, a crear lo que quieres ver en el mundo, a ser un mejor amigo y a convertirte en la persona que aspiras ser”.
Los directores generales están respaldando sus palabras con dinero. Las cinco mayores empresas tecnológicas del mundo gastarán en conjunto este año unos 371 mil millones de dólares en los enormes centros de datos necesarios para entrenar y operar los complejos modelos de IA. Y esa cifra seguirá creciendo. McKinsey & Co. proyecta que hacia 2030 el gasto en centros de datos alcanzará los 5.2 billones de dólares para satisfacer la demanda de IA. Eso equivale a más de siete veces el costo de construir el sistema de autopistas interestatales de EU, más de 15 veces el programa espacial Apolo y más de 150 veces el Proyecto Manhattan, ajustado por inflación.
Todo ese gasto plantea una pregunta inevitable: ¿generará la IA ingresos suficientes para justificar semejante inversión? Las cuentas no son alentadoras. Según una estimación de Azeem Azhar y Nathan Warren, autores del boletín especializado Exponential View, la tecnología de IA generará en 2025 unos 60 mil millones de dólares en ingresos. Para recuperar los costos, esa cifra tendría que multiplicarse de forma drástica. En septiembre, Bain & Co. calculó que las grandes tecnológicas necesitarían generar 2 billones de dólares adicionales en ingresos anuales para cubrir el gasto en centros de datos hacia 2030, y aun así enfrentarían un déficit de 800 mil millones por año incluso en el mejor de los escenarios. Si las gigantes de la IA y sus inversionistas no logran recuperar su dinero, podríamos estar ante uno de los casos más grandes de sobreinversión y exceso de construcción de la historia. Tal vez haya una palabra para eso. “Creo que es una burbuja”, dice Harris Kupperman, fundador de Praetorian Capital Management LLC, un fondo de cobertura contracorriente con unos 300 millones de dólares bajo gestión. “¿Habrá algún retorno por todo esto? Creo que la respuesta es: muy improbable”. Solo para cubrir el gasto de expansión de este año, se requerirían ingresos adicionales por 480 mil millones de dólares, según los cálculos de Kupperman. De dónde saldrá ese dinero es incierto, sobre todo considerando que para la mayoría de los usuarios ChatGPT sigue siendo gratuito. “Si te cobraran un par de dólares cada vez que haces una consulta en ChatGPT, no sé si habría mercado”, dice.
Tampoco ayuda que las unidades de procesamiento gráfico (GPU), los chips esenciales para la IA que representan una parte importante del costo de los centros de datos, se deprecien rápidamente. En burbujas anteriores —como la construcción ferroviaria del siglo XIX o la expansión de las telecomunicaciones a inicios de los 2000—, el exceso de gasto al menos dejó infraestructura duradera. Aunque las vías férreas no se usaran de inmediato, permanecieron útiles durante décadas, al igual que los cables de fibra óptica tendidos en los noventa.
Las GPU, en cambio, parecen tener una vida útil de apenas unos años antes de relegarse a tareas de IA más básicas. Las matemáticas hacen que el gasto en IA se parezca menos a una rueda que impulsa y más a una rueda de hámster.
A esto se suman los cuellos de botella que podrían impedir que muchas de las llamadas “fábricas de IA” se concluyan a tiempo. Mientras que la construcción de un centro de datos suele tardar de dos a tres años, conectarlo a una fuente de energía puede llevar hasta ocho, según Boston Consulting Group. Eso significa que pasarán más años antes de que comiencen a generar ingresos. Y eso en el mejor de los casos, si hay energía disponible.
Una revisión realizada en 2024 por el estado de Virginia, la capital mundial de los centros de datos, concluyó que satisfacer las necesidades energéticas sin restricciones de esta infraestructura sería “muy difícil”, y que incluso cubrir la mitad de esa demanda resultaría “complicado”.
Los escépticos también señalan el decepcionante rendimiento de las propias herramientas de inteligencia artificial. Un estudio ampliamente citado del MIT Media Lab encontró que el 95 por ciento de los proyectos piloto de IA en empresas no han generado ningún retorno medible. McKinsey reportó que casi ocho de cada diez compañías que adoptan IA generativa no ven “ningún impacto significativo en sus resultados finales”. OpenAI lanzó GPT-5 en agosto, pero las reseñas fueron tibias, lo que generó dudas sobre la idea dominante en la industria de que “más datos siempre son mejores” para el desarrollo de la IA.
Finalmente, los analistas que temen una burbuja de inteligencia artificial señalan la circularidad de algunos acuerdos recientes, por ejemplo, Nvidia Corp. vende chips a OpenAI mientras también invierte en ella, un eco directo de la burbuja de las telecomunicaciones. También les preocupa la creciente opacidad de los mecanismos de financiamiento.
En agosto, Meta Platforms Inc. recaudó 29 mil millones de dólares para centros de datos provenientes de firmas de crédito privado. Grandes startups como OpenAI y CoreWeave también han recurrido a ese tipo de financiamiento para construir su infraestructura. Estos acuerdos suelen estructurarse a través de vehículos de propósito especial poco transparentes, que permiten mantener la deuda fuera de los balances de grandes compañías y dificultan conocer el estado real de esas inversiones.
Existen además señales de que los inversionistas promedio están cada vez más expuestos a estas apuestas de alto riesgo, a medida que las firmas de crédito privado obtienen recursos de aseguradoras y los fondos cotizados en bolsa enfocados en bienes raíces invierten en centros de datos, según el inversionista y escritor Paul Kedrosky. Y, por supuesto, cualquiera que posea participaciones en un fondo mutualista probablemente esté apostando a los centros de datos a través de las acciones de las grandes tecnológicas.
Los optimistas de la IA —que, a juzgar por las tendencias bursátiles, incluyen a la mayoría de los inversionistas— no parecen preocupados. En su visión, los ingresos provenientes de la IA generativa están creciendo y seguirán creciendo. Y aunque la expansión de la infraestructura parece gigantesca, no lo es tanto en comparación con otras burbujas históricas: Azhar y Warren, del boletín Exponential View, señalan que, como proporción del producto interno bruto, el gasto en ferrocarriles durante aquel auge fue cuatro veces mayor que el gasto actual en infraestructura de IA. Lo más importante, dicen, es que las grandes tecnológicas tienen suficiente efectivo, pueden darse el lujo de perder algunos cientos de miles de millones de dólares. Tanto Altman como Zuckerberg han sugerido que su enfoque está en el largo plazo, no en las ganancias inmediatas.
La pregunta es cuánto tiempo sus inversionistas estarán dispuestos a mantener esa misma visión. El problema con toda burbuja no es saber si va a estallar, sino cuándo lo hará.
Erik Gordon, profesor de estudios empresariales en la Universidad de Míchigan, afirma que las primeras señales de un cambio en el ánimo podrían aparecer en el financiamiento de capital de riesgo para startups de IA. “Podríamos ver que el tamaño de las rondas de inversión empieza a reducirse”, dice. Las acciones públicas probablemente seguirían la misma tendencia.
Hasta entonces, la explosión de la inteligencia artificial funciona como una especie de prueba de Rorschach: lo que cada quien ve depende de cómo perciba el futuro de esta tecnología. Los detractores han advertido desde hace tiempo que el auge es financieramente insostenible.
Quienes creen en su potencial confían en que seguirá creciendo y mejorando lo suficientemente rápido para recuperar los costos, incluso si las leyes tradicionales del mercado sugieren lo contrario.
Gilder, quien fue sorprendido por el colapso de las telecomunicaciones, se burla ahora de la actual fiebre por los centros de datos. “Es una sobreconstrucción total”, dice por teléfono desde su casa en Berkshire, Massachusetts, donde hoy produce no uno, sino cuatro boletines. Asegura que sigue siendo optimista respecto a la IA, pero considera que los centros de datos son tecnología del pasado. En su opinión, el futuro de la inteligencia artificial está en los procesadores de escala de oblea —más grandes que las GPU, pero mejor adaptados para tareas de inferencia, una parte esencial de cómo la IA genera respuestas—. Predice que las grandes tecnológicas tienen “unos cuatro o cinco años para jugar con estos centros de datos” antes de que el paradigma vuelva a cambiar.
En otras palabras, la luz prometeica sigue brillando.
Lee aquí la versión más reciente de Businessweek México:





