Un escritor japonés del siglo XI tuvo a los 20 años una profunda conversión religiosa: se fue de su pueblo, dejo la casa de sus padres y se marchó a la montaña para seguir su inspiración religiosa. Al final de su vida cambió radicalmente su creencia del budismo Hinayana, que afirma que el hombre puede salvarse a sí mismo.
Durante ese tiempo escribió un diario en el que contaba que salía una vez por semana al pueblo a pedir limosna, comía de lo que le daban y de algunas frutas que se encontraba en el bosque. En la última página de su diario, cuando presentía que su muerte estaba cerca, se preguntó: ¿Estoy satisfecho de esos veinte años luchando por salvarme a mí mismo y mi pueblo? ¿Fueron estos veinte años inútiles? No, porque puedo decir algo importante a todos mis compatriotas: ¡Es imposible lograr la salvación por uno mismo!
En el cristianismo, en efecto, es clave la concepción de que Dios está a la búsqueda del hombre, más que el hombre a la búsqueda de Dios. Este es el núcleo del misterio de la Navidad ya que como dice Irineo de Lyon, uno de los primeros escritores de la era cristiana, “Jesucristo al darse a sí mismo nos ha dado toda novedad”. En realidad, su venida no es solo un acontecimiento del pasado, sino una realidad misteriosa del presente: con su mensaje de amor y de presencia espiritual.
El recién nacido viene de lo alto, se encarna en la historia y su mensaje culmina con el mandamiento nuevo: amarnos como Él nos ha amado. Esta es la auténtica Buena Nueva. Ahora bien, su vida es un signo de contradicciones, coincidencia de opuestos: Dios y hombre, como dice San Juan de la Cruz “El llanto del hombre en Dios/ y en el hombre la alegría/ lo cual, del uno y del otro/ tan ajeno ser solía”. Esta paradoja la expresa también Sor Juana Inés de la Cruz: “la Verdad hoy se disfraza/ la fuerza se debilita/ la omnipotencia se abrevia/y clara la luz se eclipsa”.
El origen de la Navidad se había preanunciado varios siglos antes, cuando el profeta Isaías escribió: “¿Les parece poco cansar a los hombres, que cansan también a mi Dios? Pues bien, el Señor mismo va a darles una señal: he aquí que la doncella ha concebido y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7,13-14). Cuando colmamos la paciencia de Dios, nos envía a su Hijo.
Lo anterior es un hecho inaudito, el filósofo Kierkegaard lo expresa con una atrevida paradoja, “No olviden esto cristianos, el Señor Jesús no era nada”, así traduce el filósofo danés la palabra griega kénosis (anonadamiento) que utiliza Pablo de Tarso: “el cual siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2,7).
Con el nacimiento de este niño se nos regala la auténtica novedad. Ernst Bloch con su Principio Esperanza nos llama a buscarla. En efecto, la Navidad es salvífica y liberadora: viene a transformar el corazón del hombre. El recién nacido ha traído la paz y la reconciliación al mundo, paz muy superior a la “pax augusta” de opresión, del imperio romano.
En contraste con el mito griego de Prometeo, que es encadenado por robar fuego del cielo para dárselo a los hombres, en el cristianismo el “Fuego del cielo” desciende para comunicar al ser humano la pasión de su amor y liberarlo de sus propias cadenas. El gran trágico griego Esquilo en su “Prometeo encadenado” barruntaba esta realidad: llegará un fin a esta maldición, cuando venga otro Dios y aceptará tu acción a modo de expiación.
Por consiguiente, la gran novedad en este mundo moderno que padece una bancarrota espiritual es el espíritu de la Navidad: el recién nacido nos apremia a propagar el fuego del amor: “Vine a traer fuego a la tierra, y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo” (Lc 12,49).