El Sexto y último Informe de Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto fue más que lo que suele ser, una serie de datos sueltos que poco tienen que ver con el día a día de los ciudadanos. Este último informe además de dejarnos algunas cifras —unos acomodados a conveniencia— deja un sabor amargo no sólo por la situación en la que está el país en algunos ámbitos, sino por la desazón que provoca saber que otra vez México dejó pasar oportunidades de cambio. El cambio en el formato del Informe, independientemente de gustos o preferencias, ha dado pie a una avalancha de anuncios en cadena nacional, disculpas ofrecidas, reconocimientos a medias, miles de tuits de todas las dependencias que contribuyen al hartazgo de todos, frente una administración a todas luces corrupta.
Hubo algunos avances en estos seis años. Desde mi perspectiva, las reformas estructurales, en particular la energética y la de telecomunicaciones —y quizás lo hubiera hecho eventualmente la educativa— transformarán positivamente al país. El presidente presentó como logro de su administración el incremento de contribuyentes que pasó en cinco años de 38 a 68 millones. De ahí infirió que ese incremento había permitido disminuir la dependencia fiscal de los ingresos petroleros. Vale la pena señalar que esa dependencia no bajó como consecuencia de una política fiscal, fue más la disminución en los precios del petróleo lo que nos enfrentó con la realidad de menores ingresos. No había muchas opciones más que buscar fuentes alternativas de ingresos vía recaudación o deuda.
Disminuyeron los precios en los servicios de telefonía, en particular el de la móvil, lo que permitió mayor acceso de este servicio que puede ser transformador para la economía de las familias. La cobertura pasó de 45.1 millones de personas a más de 79 millones en cinco años. Hubo avances en materia de competencia económica que derivaron en beneficios para los consumidores.
Quizás el logro que más se empeñará en presumir esta administración será la creación de empleos formales. Al final de este sexenio se habrán generado más de cuatro millones de empleos, más que lo generado en las dos administraciones previas sumadas. Habrá quien cuestione este dato argumentando que no son empleos nuevos. Es difícil saber cuántos de estos empleos son nuevos y cuántos se deben únicamente a la formalización de empleos que ya existían, pero de cualquier manera es un logro significativo. En el caso extremo de que todos estos empleos se debieran a la formalización también sería una noticia positiva. En la informalidad no se tiene acceso a prestaciones, ni a pensión, ni a seguro médico. La transición a la formalidad conlleva beneficios para los trabajadores.
Pero aparte de la inseguridad y la corrupción, donde el deterioro es alarmante y da para ríos de tinta, también se desaprovechó la oportunidad de mejorar la economía del país. Sí, hubo crecimiento económico, pero se mantuvo en tasas mediocres para una economía emergente como México. La tasa de crecimiento promedio anual de los primeros cinco años del sexenio ha sido 2.5 por ciento en un contexto global de recuperación económica.
Cuando el presidente Peña habló de la deuda pública escogió los datos que mejor se acomodaban a su versión del país. Mencionó que al cierre de 2018 —viendo el futuro— se habrá reducido a 45.5 por ciento del PIB de un máximo de 48.7 por ciento. Quizás no le recordaron al presidente que al inicio de su administración este cociente era 33.8 por ciento. Durante los primeros cuatro años de su gobierno la deuda se incrementó en casi 15 puntos, un incremento no visto ni durante la crisis financiera de 2008-2009. El ritmo de crecimiento de la deuda mostró poca responsabilidad fiscal durante estos años. Fue en 2017, cuando sonaron la alarma las calificadoras, que decidieron imponer cierta disciplina. Tal vez tampoco sea coincidencia que en ese momento el que sería el futuro candidato del PRI a la presidencia ocupaba la Secretaría de Hacienda y había que mandar señales de responsabilidad.
Al principio de la administración se anunció con bombo y platillo un plan para "democratizar la productividad". Nunca fue claro el plan y jamás se explicó en qué consistiría, pero sonaba bien y en su diseño tenía pilares, ejes y dimensiones, parecía sofisticado. Cómo no sé qué quiere decir democratizar la productividad, no puedo evaluar si se logró. Lo que sí es claro es que la productividad cambió poco. El Índice de Productividad Laboral del INEGI se incrementó 3 por ciento en cinco años, 0.6 puntos de incremento cada año. Poco para un país emergente que necesita crecer.
La frase que más llamó mi atención fue la que pronunció el presidente alrededor del minuto 30 de su informe: "hemos buscado construir un país en el que nadie se quede atrás, un México incluyente". La opinión se la dejo a usted.