Existe una extendida creencia de que es un deber ineludible de las autoridades electorales procurar que cualquier proceso a su cargo se realice a través de medios informáticos, no importa que sin ellos funcionen muy correctamente. De acuerdo con esta convicción, sustituir el uso de boletas de papel en casillas electorales por el voto por internet es “avanzar”, y no hacerlo es “rezagarse”. Esta visión, muy propia del subdesarrollo, asume que una sustitución de este tipo contribuye a lograr que México se asemeje a países desarrollados y se equipare a ellos al “modernizarse”. Desde luego, para sostener esta posición hace falta ignorar la realidad de que los países más tecnificados y con mayores capacidades económicas no sólo no están sustituyendo la votación en papel por votación electrónica, sino que, en muy relevantes casos, han abandonado el uso de esta tecnología para regresar a las boletas de papel.
Desde luego, la decisión de cómo realizar las elecciones en México no debe orientarse por la imitación a ningún otro país, sea que tecnifique sus formas de elegir o que haga lo contrario; pero sin duda el desuso del voto electrónico en los países desarrollados desmiente que ese sea el camino de la riqueza y de la modernidad, y de que, en consecuencia, mantener la boleta de papel sea permanecer en el atraso.
Más allá del debate sobre estas frágiles creencias teleológicas, rayanas en teológicas, la discusión sobre votar o no por internet debe centrarse en las condiciones concretas en que esto podría hacerse en nuestro país y sus implicaciones para la integridad de las elecciones.
El más grande e insalvable problema del voto por internet, olvidando por lo pronto los riesgos de vulnerabilidad de los sistemas utilizados para este efecto, es la imposibilidad de garantizar que el voto sea emitido en secreto. Ciertamente, votar por internet puede ser más cómodo para el elector, y desde luego para la autoridad que cuenta los votos. Sin embargo, la privacidad que este tipo de votación da, fuera de la supervisión de autoridades y partidos políticos, es lo que justamente permite que la forma en que cada persona sufraga pueda ser vista y vigilada por otras personas. Sea en la intimidad del hogar, donde un padre autoritario presione a su familia para votar por determinado partido; sea en centros de trabajo, donde un patrón, no conforme con llamar a evitar que gane algún candidato, decida asegurarse de ello haciendo vigilar por quién votan los empleados de su empresa; sea en las persistentes reuniones con ciudadanos el día de la votación, conocidas en la antigüedad electoral como “operación tamal” (“operación cochinita”, en mi tierra), en las cuales, a más de dar algo de comida y dinero a aquellos cuyo voto se pretende comprar, el operador político decida garantizar la efectividad de la compra vigilando por quién vota cada persona desde un teléfono celular; separar el lugar de votación de los establecidos y supervisados por la autoridad electoral significa, inexorablemente, que la forma como cada persona sufraga puede ser observada por otra, eliminando su secrecía y, en consecuencia, la libertad de elegir.
Esto no se limita a la restricción del derecho de la persona vigilada nada más, sino que rompe con la garantía social de que cada voto refleje la voluntad auténtica de quien lo emite. El secreto del voto es un derecho supremo que el sistema electoral debe garantizar, no se trata de un privilegio que cada elector pueda optar por ejercer o no. No es una decisión personal, es un mandato general para garantizar la integridad de las elecciones. Mucho menos se trata de una obligación personal que, como obscenamente se ha dicho en los debates al respecto, debe ser cumplida por quien vota, en cualquier condición, independientemente de su vulnerabilidad ante los distintos poderes fácticos que pueden tener interés en coaccionar su sufragio. Bajo esta lógica, la víctima de esta violación a sus derechos políticos sería quien se encontraría en falta.
Mientras el voto por internet no pueda darle a quien sufraga las mismas garantías de que lo hace en secreto que hoy ofrecen las casillas electorales y la privacidad de las mamparas, su establecimiento sería un retroceso de más de 100 años en el desarrollo democrático de México.
