En los últimos años, ha permeado en las instituciones electorales la noción de que “lo que sigue” es transitar a votar de manera electrónica. Esta visión, resabio de la creencia del siglo XX de que el devenir social se trata de “modernizarse”, y que más moderno se es mientras más transistores se vean involucrados en cualquier actividad. Desde esta perspectiva, no hay nada que discutir. El voto electrónico vendrá, como vendrán las lluvias de verano, y lo único que se puede hacer al respecto es aceptarlo. Pero en realidad hay mucho que discutir.
Lo primero es del más simple sentido común: si no está echado a perder, ¿para qué lo arreglas? Lo cierto es que votar en hojas de papel funciona. Ha funcionado en tres alternancias en la Presidencia de la República y a lo largo de incontables recuentos de votos. Los electores entienden la boleta y todo el proceso que ésta sigue; la transparencia de su uso es universal. Pero hay más razones para no sustituirla por bytes.
En el supuesto de que existieran máquinas para votar invulnerables, lo cierto es que sólo un puñado de personas puede realmente saber lo que pasa en su interior. (Esta es, por cierto, la razón principal por la que el tribunal constitucional alemán prohibió su uso: son obligadamente opacas). En contraste, dentro de una urna transparente, cualquier testigo, independientemente de su nivel escolar, puede saber lo que pasa con las boletas desde que se depositan hasta que se empacan ya con los votos contados, todo bajo vigilancia de múltiples personas.
La opacidad inseparable de los sistemas de cómputo no es un detalle curioso; ha sido ya, al menos en dos ocasiones, materia de debate postelectoral en México: en las elecciones presidenciales de 2006 y de 2024. En ambos casos, desde polos opuestos del espectro político, se afirmó que los resultados habían sido falsificados a partir de la adulteración de los resultados preliminares, manejados a través de sistemas de cómputo. Estas versiones surgieron y crecieron al margen de la condición fáctica de que los resultados preliminares no forman parte en absoluto del cómputo legal de votos, y que no son tomados ni como referencia para determinar los resultados finales.
Si los resultados preliminares, ajenos al cómputo de votos, producen estas convicciones, no es difícil imaginar la bajísima credibilidad que tendría el resultado de una elección muy cerrada, peor aún si se tratara de una elección presidencial, si la totalidad de los votos se hubieran recibido y contado en máquinas que casi ningún votante sabe cómo funcionan. Urnas electrónicas invulnerables generarían gravísimos conflictos políticos.
Pero esas urnas no existen. Más allá de lo que cualquier experto informático puede afirmar, que no existe sistema invulnerable, nuestra realidad exhibe que las urnas electrónicas de hecho fallan.
En 2023, a pocos días de una reiterativa prueba piloto en las elecciones de Coahuila, el uso de las 74 urnas electrónicas involucradas tuvo que cancelarse y suplirse de emergencia con las siempre confiables boletas de papel, debido a una falla de programación detectada después de múltiples pruebas de funcionamiento. Más grave fue el caso de República Dominicana, donde, en 2020, una elección completa tuvo que cancelarse el mismo día de su realización, debido a un amplio fallo del sistema informático de votación.
En cuanto a los costos ecológicos y financieros de la implementación general de urnas electrónicas, sus defensores suelen afirmar que resultarían inferiores a los de las boletas de papel; sin embargo, estas creencias nunca se sustentan con análisis puntuales. En todo caso, éstos tendrían que incluir no nada más el costo de adquisición de los equipos involucrados, sino los derivados de su almacenamiento masivo a lo largo y ancho del país, su pronta obsolescencia y los efectos contaminantes de su uso y desecho, en especial de las muy tóxicas baterías indispensables para su funcionamiento.
El uso de la urna electrónica genera más y mucho más graves problemas que los que podría solucionar, que en todo caso son electoralmente muy secundarios. Su inevitable opacidad riñe con las bases constitucionales de los derechos electorales más elementales y choca frontalmente con las condiciones necesarias de una elección confiable.
