Sonya Santos

Lo que comen las generaciones

Cada generación come distinto porque vivió distinto. Lo fascinante es que todas esas historias conviven hoy en la mesa familiar.

Parece que últimamente etiquetar generaciones está en pleno furor, sin embargo, algunas características se pueden sumar a las descripciones, empezando con las formas de vida, y el comer es una de estas, porque lo vivido no es una moda, es una circunstancia histórica.

Si hoy los abuelos guardan latas “por si acaso” y los más jóvenes ordenan sushi con un clic, no es coincidencia, es la huella de su tiempo. La mesa de cada generación es una cápsula histórica donde caben crisis, tendencias, aspiraciones y nostalgias. La comida es nuestro diario íntimo más honesto. A través de ella puede leerse la historia del mundo… y la de cada familia.

Pero empecemos con los diferentes tiempos. La Generación Silenciosa, nacida antes de 1946, creció entre racionamientos, incertidumbre y trabajo duro. Para ellos, la comida significaba seguridad emocional y material. Nada se tiraba: el aprovechamiento era virtud y necesidad. Un pollo podía alimentar a la familia en varias versiones y las recetas nacían de la creatividad, no del exceso. Las despensas se llenaban de básicos —pan, arroz, legumbres, papas— y de conservas cuidadosamente ordenadas. Sus platos, guisos espesos y potajes sabios, eran la garantía de energía para jornadas que entonces eran mucho más físicas. Comer no era un acto social, era un acto de previsión.

Con los Baby Boomers (1946-1964) llegó la idea de progreso servida en bandeja. Los supermercados se convirtieron en centros de la vida moderna y la oferta de alimentos industrializados prometía practicidad y un futuro eficiente. Los congelados aparecieron como símbolo de modernidad doméstica. Y lo “exótico”, antes remoto, se volvió una experiencia accesible: la primera pizza congelada, la cena en el restaurante chino del barrio, la lasaña que no requería horas. Las parrilladas en el jardín se consolidaron como el gran ritual social: ahí se celebraban graduaciones, cumpleaños y veranos. Para ellos, cocinar podía ser una fiesta, pero también un símbolo de logro.

La Generación X (1965-1980) creció con otra urgencia. Son los hijos del pragmatismo; la comida rápida, el microondas y la vida acelerada. Las jornadas laborales de ambos padres transformaron la rutina alimentaria familiar. De pronto, una hamburguesa era el plan, una pizza a domicilio y los food courts se convirtieron en puntos de encuentro para adolescentes que empezaban a vivir su independencia. Sin embargo, en medio de ese ritmo vertiginoso, surgió un grupo que observó la gastronomía con otros ojos, los primeros foodies que seguían con interés creciente los programas de cocina sofisticada que la televisión comenzaba a producir. Entre la comida chatarra y la alta cocina televisiva, la Generación X aprendió a moverse entre extremos.

En los Millennials (1981-1996), la gastronomía se volvió escenario, identidad y experiencia compartida. La comida es parte del estilo de vida, se fotografía, se comenta, se presume. El food porn convirtió los platos fotogénicos en moneda social. También marcaron el auge de lo saludable, orgánico, vegano, sin gluten, de proximidad, de comercio justo. En su vida urbana, el brunch se transformó en ritual y el avocado toast, en declaración generacional. A esto se sumó la revolución de las apps de entrega, de pronto era posible pedir comida coreana, mexicana o japonesa en la misma noche, sin sacrificar calidad. Para ellos, comer bien es importante, pero también lo es que sea práctico.

La Generación Z (1997-2012) lleva ese sentido digital al extremo. Su relación con la comida está mediada por TikTok, YouTube y tendencias virales que aparecen y desaparecen con velocidad de algoritmo. El antojo del día puede ser un dalgona, unos noodles coreanos o un postre improbable que promete millones de vistas. Son consumidores que eligen basados en valores como bienestar animal, sostenibilidad, diversidad. Adoptan un flexitarianismo flexible, reduciendo carne sin renunciar del todo a ella. Y exigen personalización absoluta; cada plato puede —y debe— adaptarse a sus preferencias.

La Generación Alfa (A partir de 2013), finalmente, crecerá con el paladar más globalizado de la historia. Son hijos de millennials y nietos de un mundo hiperconectado. Para ellos, el sushi es tan común como el sándwich y el hummus, tan cotidiano como el queso crema. Crecen con conciencia ambiental, por lo que la sostenibilidad será para ellos una norma. Su alimentación se inclinará por productos funcionales como probióticos, fortificados, divertidos, coloridos y diseñados para nutrir mientras entretienen. Viven en una fusión global que para ellos no es novedad, sino su estado natural.

Cada generación come distinto porque vivió distinto. Lo fascinante es que todas esas historias conviven hoy en la mesa familiar. La próxima vez que observes qué come cada quien, notarás algo más que diferencias de gusto, verás el mapa completo de la memoria, el progreso y las transformaciones sociales. Y en ese mosaico generacional, tú también estarás dejando tu propio registro, servido en plato fuerte.

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