Sonya Santos

El banquete de los ausentes

El pan de muerto, el mole y las calabazas dulces no son solo comida, son símbolos de una tradición que convierte la muerte en una compañera de la vida.

Estudios antropológicos revelan cómo las ofrendas culinarias en el Día de Muertos representan un diálogo cultural entre la vida y la muerte, con profundas raíces históricas.

Cada noviembre, cuando el aroma del copal y las flores de cempasúchil impregnan el aire, millones de mexicanos preparan un banquete para sus seres queridos que han partido. El pan de muerto, el mole y las calabazas dulces no son solo comida, son símbolos de una tradición que convierte la muerte en una compañera de la vida.

La costumbre de ofrecer alimentos a los difuntos se remonta a las civilizaciones mesoamericanas. Los mexicas, mayas y purépechas celebraban rituales donde ofrendaban maíz, cacao y amaranto a las deidades de la muerte. En las culturas prehispánicas, la muerte no representaba un final, sino una continuación del ciclo de la vida. Ofrecer alimento a los difuntos era una forma de garantizarles sustento y armonía en el mundo espiritual.

Con la llegada de los españoles, estas tradiciones se fusionaron con las festividades católicas de Todos los Santos y Fieles Difuntos. Del encuentro entre dos mundos surgieron expresiones nuevas, el pan de muerto es una de ellas, pues mezcla el trigo europeo con una silueta inspirada en las representaciones indígenas de la muerte.

En los altares mexicanos, cada alimento tiene un significado profundo:

· El pan de muerto representa el ciclo de la vida y la muerte

· La sal es para la purificación

· El agua calma la sed del alma en su viaje

· Las frutas y el mole alegran el paladar de los visitantes

Esta tradición encuentra ecos en diversas culturas:

En Guatemala, el fiambre, una ensalada fría con hasta 50 ingredientes, preparada con una variedad de embutidos, quesos, vegetales encurtidos y aderezos que reúne a las familias durante el Día de Todos los Santos, contando una historia del mestizaje.

En los Andes ecuatorianos, la colada morada —una bebida de maíz morado y frutas— se sirve con guaguas de pan (muñecos de masa). Es la forma en que les recordamos a nuestros abuelos que su presencia perdura más allá del tiempo, que siguen acompañándonos en cada gesto, en cada historia y en cada recuerdo que mantenemos vivo.

En Filipinas, durante el Undas, las familias llevan pancit (fideos) a los cementerios. Los fideos largos representan el deseo de una existencia prolongada y llena de fortuna; su forma interminable es una metáfora de la continuidad de la vida, que se extiende incluso más allá de la muerte.

En España, los huesos de santo de mazapán y las calabazas de azúcar alegran la celebración del 1 de noviembre. Estos dulces recuerdan que la muerte también forma parte del sabor y la dulzura de la vida.

Para la UNESCO, que declaró esta tradición mexicana Patrimonio Cultural Inmaterial en 2008, estas prácticas representan “una visión del mundo donde la muerte es transformadora, no terminal”.

Al compartir la comida con quienes ya no están, estamos celebrando que el amor y los lazos familiares trascienden incluso la última frontera de la vida. Es un banquete dedicado a la memoria y al recuerdo, donde cada plato se convierte en un gesto de cariño y cada sabor evoca historias y momentos compartidos; en esta mesa simbólica, todos estamos invitados a honrar a quienes nos precedieron.

Mientras las velas iluminen los altares y las cocinas huelan a pan recién horneado, el mensaje será claro: en este diálogo entre vivos y muertos, la comida sigue siendo el lenguaje universal del recuerdo.

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