Sonya Santos

El sabor de las voces arcaicas

Si escuchamos con atención, todavía podemos oír, entre el ruido del día, el eco de aquellas voces que un día se dijeron entre cazuelas, fogones y sobremesas eternas.

El idioma también envejece. Como las ollas de barro o los molcajetes, las palabras guardan en su superficie el rastro del tiempo. Algunas se desgastan y desaparecen; otras sobreviven gracias a la memoria oral, a los refranes o a las sobremesas familiares. En México, muchas expresiones que hoy suenan arcaicas o “de los abuelos” nacieron del encuentro entre el español peninsular y las lenguas indígenas, y todavía conservan el sabor de aquella fusión.

Durante la época virreinal, por ejemplo, “sentarse a los manteles” era sinónimo de compartir los alimentos. De ahí la expresión “romper los manteles” cuando una amistad se deteriora. Muy cerca de esa idea está la palabra “sobremesa”, surgida en España hacia el siglo XVII para nombrar el tiempo que sigue a la comida. En México, la sobremesa se volvió una institución: el espacio donde se prolonga la conversación, el café o el postre improvisado. En los conventos novohispanos ya se hablaba de dulces que “acompañaban la sobremesa”, y desde entonces el término se quedó entre nosotros.

Otras voces tienen un aire aún más antiguo. “Yantar”, que viene del latín jantare, era común en los siglos XVI y XVII para designar el acto de comer con elegancia. Francisco Martínez Montiño, cocinero del rey Felipe III, lo usaba en su Arte de cocina (1611): “yantar en día de fiesta”. Hoy sobrevive solo en la poesía o en algunos pueblos donde se dice “un buen yantar” como quien recuerda otra época.

En cambio, palabras como “antojito” y “guisar” surgieron en tierras americanas. “Antojito” apareció en el siglo XIX y se quedó en el habla mexicana para describir esos pequeños placeres culinarios que no se planean. “Guisar”, de origen medieval, se conserva con fuerza en la voz de las abuelas: “sabía guisar con lo que hubiera”, una frase que resume ingenio y cariño.

Y en el habla popular del siglo XIX, las palabras también retrataban las clases sociales. Un “catrín” era un hombre elegante y afrancesado, muy del gusto porfiriano. En contraste, el “chinaco” representaba al jinete del campo, símbolo de la independencia y la tierra. Dos voces que aún hoy evocan mundos opuestos, entre el lujo y el polvo del camino.

Redescubrir estas palabras es una forma de mirar nuestra historia desde la mesa. Porque en México, el lenguaje —como la cocina— se sazona con tiempo, con mezcla y con memoria. Y si escuchamos con atención, todavía podemos oír, entre el ruido del día, el eco de aquellas voces que un día se dijeron entre cazuelas, fogones y sobremesas eternas.

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