Hay sabores que parecen haber existido desde siempre. El aroma entre dulce y tostado, la textura sedosa que se desliza sobre pan, la sensación indulgente de una cucharada que reconforta. Así es la crema de chocolate y avellanas, un placer cotidiano nacido, curiosamente, de la escasez.
Todo comenzó en el norte de Italia, en la región de Piamonte. A mediados del siglo XIX, los chocolateros de Turín gozaban de gran prestigio en Europa, hasta que los bloqueos comerciales durante las guerras napoleónicas provocaron una drástica reducción en el suministro de cacao que prohibía a los países europeos comerciar con Gran Bretaña y sus colonias. Esto buscaba asfixiar económicamente al Reino Unido, pero también afectó a las rutas comerciales de productos coloniales —entre ellos el cacao— que provenían en su mayoría de colonias americanas controladas por potencias rivales (especialmente españolas, portuguesas y británicas). Sin su materia prima esencial, los maestros chocolateros recurrieron a un fruto local y abundante, la avellana.
Al molerla finamente y mezclarla con el poco cacao disponible, obtuvieron una pasta aromática, suave y cremosa que pronto conquistó a los paladares locales. La bautizaron gianduia, en honor a un personaje del carnaval piamontés, nombre que proviene del dialecto local Gioan d’la douja, que significa literalmente “Juan del jarro” o “Juan de la jarra de vino”, una figura alegre, bonachona y amante del buen vivir.
Lo que nació como un sustituto improvisado del chocolate se convirtió en un producto con identidad propia.
Un siglo después, otra crisis volvió a poner a prueba el ingenio italiano. Durante la Segunda Guerra Mundial, el cacao escaseó nuevamente, y el pastelero Pietro Ferrero ideó un dulce compacto hecho de azúcar, avellanas y un toque de cacao. Lo llamó Giandujot y se vendía en bloques que los niños cortaban para colocar sobre el pan.
La verdadera revolución llegó cuando esa pasta se volvió más suave y fácil de untar bajo el nombre de Nutella. Así nació la primera crema de chocolate y avellanas, lista para ser disfrutada. Su éxito fue inmediato, tenía el sabor del chocolate, el aroma de las avellanas tostadas y la consistencia perfecta para untar en una rebanada de pan caliente.
En las décadas siguientes, la receta se perfeccionó; se añadieron aceites vegetales para lograr una textura más tersa, se estandarizó su producción y se amplió su distribución. Lo que había nacido en un pequeño taller piamontés se transformó en un fenómeno global.
Hoy, la crema de chocolate y avellanas está presente en millones de hogares. Cada país ha adaptado su versión: algunas con más cacao, otras con mayor protagonismo de la avellana; unas más dulces, otras más naturales. Pero todas conservan ese equilibrio entre lo tostado y lo dulce que la hace irresistible.
Esta crema no es solo un alimento, sino también una historia de ingenio y resiliencia. Representa cómo la necesidad y la creatividad pueden dar origen a nuevas tradiciones, y cómo el chocolate —antiguamente símbolo de lujo— se convirtió en un placer accesible. Es un gusto que despierta afecto y nostalgia, un puente entre generaciones que une culturas y rincones del mundo.
Detrás de cada frasco hay una lección sobre la historia humana que evoca la escasez donde puede surgir la invención, el ingenio, la dulzura. En tiempos difíciles, unos chocolateros piamonteses hallaron en la avellana la clave para no renunciar al placer.
Hoy, al untarla sobre una rebanada de pan o probarla directamente con una cuchara, quizá no pensemos en su pasado. Pero en cada bocado late esa historia, la del chocolate y las avellanas que, juntos, transformaron la necesidad en un placer universal.