En México, la cocina es mucho más que alimento. Es memoria, identidad, comunidad, tiene detrás siglos de historia, conocimientos transmitidos de generación en generación, prácticas agrícolas, rituales y celebraciones que forman parte del entramado social. Y, sin embargo, en las últimas décadas, ese mundo íntimo y cotidiano ha sido también objeto de nuevas miradas, la de la patrimonialización, la turistificación y la festivalización.
Estas tres palabras, que pueden parecer distantes del fogón, son claves para entender cómo la cocina tradicional mexicana —especialmente en estados como Michoacán y Oaxaca— ha sido popularizada, protegida, promovida y, en algunos casos, también transformada.
Todo comenzó, al menos oficialmente, en 2010. Ese año, la UNESCO inscribió a la cocina tradicional mexicana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, con Michoacán como su principal representante. No fue casualidad, en ese estado, un grupo de cocineras tradicionales, lideradas por mujeres purépechas, había trabajado durante años para documentar sus recetas, visibilizar sus prácticas y fortalecer su identidad culinaria. La patrimonialización fue, en ese contexto, un acto político y cultural, un reconocimiento al papel de la cocina como una forma de resistencia y de pertenencia.
Este proceso permitió que las cocineras —muchas veces invisibilizadas por la historia oficial— fueran reconocidas como portadoras de un conocimiento valioso, digno de protección. Se reforzó el orgullo comunitario, se impulsaron talleres, encuentros y ferias, y se creó una red que ayudó a sostener prácticas amenazadas por la migración, la industrialización de la alimentación y el desinterés de las nuevas generaciones.
Pero la historia no termina ahí. Con el tiempo, esta cocina patrimonial comenzó a atraer también el interés del turismo. Oaxaca, con su riqueza gastronómica —que va de la mole negra al tasajo, del tejate al mezcal—, se convirtió en un polo culinario de alcance internacional. Restaurantes, chefs, mercados y tours gastronómicos provocaron que la cocina tradicional fuera uno de los principales atractivos del estado.
Este proceso de turistificación ha tenido efectos positivos al generar ingresos, crear empleos, impulsar cadenas de valor locales. Pero también implica desafíos. Al adaptar la cocina al gusto del visitante, se corre el riesgo de simplificarla, estandarizarla o desconectarla de su contexto original. Lo que antes era una comida de fiesta o de temporada, hoy se sirve todo el año; lo que antes se cocinaba colectivamente, ahora se reproduce como “experiencia” individual. El sabor se conserva, pero a veces se pierde la historia que lo sustenta.
Otro fenómeno que acompaña a la patrimonialización es la festivalización. En Michoacán, por ejemplo, los Encuentros de Cocineras Tradicionales se han convertido en eventos emblemáticos, donde mujeres de distintas comunidades presentan sus platillos, comparten conocimientos y reciben al público con orgullo. Estos festivales son espacios valiosos de visibilización y transmisión cultural. Se fortalecen redes, se fomenta el diálogo intergeneracional y se reconoce el trabajo —frecuentemente no remunerado— de las mujeres rurales.
No obstante, los investigadores advierten que también hay riesgos. Convertir la cocina en espectáculo puede derivar en su folklorización, es decir, en una puesta en escena que privilegia lo vistoso por encima de lo profundo, y que a veces relega a un segundo plano los contextos comunitarios, las luchas por el territorio o los problemas sociales que atraviesan a muchas cocineras
Para que la visibilizarían de la cocina tradicional no derive en explotación o despojo cultural, es clave reconocer a las cocineras como trabajadoras culturales con derechos y condiciones dignas, promover la soberanía alimentaria mediante semillas nativas y mercados comunitarios, incluir la educación culinaria en escuelas rurales e indígenas, regular éticamente el turismo gastronómico para que los beneficios lleguen a las comunidades y fortalecer los espacios colectivos como ámbitos de empoderamiento y decisión.
Tuve la fortuna de visitar hace algunos años una comunidad en Tlaxiaco (Oaxaca) donde una mujer me sirvió un caldo espeso hecho con maíz, calabaza y hierbas que recogió esa mañana. Mientras comíamos, me dijo: “Esto no es una receta, es mi historia”.
Esa frase me ha acompañado desde hace más de 20 años. Me recordó que la cocina tradicional no es solo patrimonio, ni solo producto turístico, es lenguaje, afecto, tiempo. Es una forma de estar en el mundo, y merece ser protegida, no como pieza de museo, sino como práctica viva, cambiante y profundamente humana.