Si hay un lugar donde el sabor se transformó en un acto político, fue en las cortes europeas. Desde los salones de Versalles hasta las largas mesas del palacio de Hampton Court, los grandes banquetes, además de que servían para saciar el apetito, eran un espectáculo de poder, riqueza y dominio sobre la naturaleza. Sin embargo, estas mesas rebosantes de manjares también encendieron críticas sobre la moral de quienes las presidían y la desigualdad que simbolizaban.
En la Francia del siglo XVII, Luis XIV hizo de la comida una ceremonia. En el palacio de Versalles, los grands soupers se organizaban con una precisión casi militar; cisnes asados, fuentes de vino, esculturas de azúcar y platos con aves exóticas dispuestas como pirámides. Los invitados comían y contemplaban el exceso como un arte. Para el Rey Sol, cada festín era una forma de reafirmar su autoridad absoluta. Pero, fuera del salón de los espejos, el pueblo comenzaba a percibir esa abundancia como un insulto. La imagen de aristócratas saciados frente a campesinos hambrientos se convirtió en el símbolo de una monarquía indiferente a su gente.
Al otro lado del Canal de la Mancha, en Inglaterra, Enrique VIII desplegaba un apetito tan famoso como su carácter. Los cronistas de la época relatan que el rey podía devorar hasta 13 platos en un solo banquete, acompañados de jarras de vino importado y elaborados postres con pan de oro, este elemento, junto con la plata, en forma comestible, fueron usados en banquetes reales, especialmente en Inglaterra, Francia e Italia. Se aplicaban en forma de láminas o polvos sobre carnes, frutas o panes. El objetivo era mostrar el poder económico y político del anfitrión. También se ofrecían pavos reales asados con las plumas intactas, cerdos enteros, salsas con especies llegadas de Asia. La mesa de este rey era una manifestación de la ambición imperial de los Tudor. Con el tiempo, estas comidas desmesuradas fueron vistas como un signo de glotonería y decadencia, un defecto moral que reflejaba su inestabilidad política.
En Italia, las cortes papales del Renacimiento tampoco se quedaban atrás. Los banquetes organizados en el Vaticano durante el siglo XVI manifestaban un despliegue de riqueza con mesas interminables de carnes, pescados, frutas y dulces, mientras el pueblo romano observaba, no sin resentimiento, la abundancia de quienes se presentaban como representantes de Dios en la Tierra. Las críticas llovían desde distintos frentes; humanistas, predicadores y más tarde reformadores protestantes denunciaron los excesos como prueba de la corrupción de la Iglesia.
Con la Ilustración, los banquetes fueron perdiendo su aura de magnificencia y comenzaron a ser retratados como símbolos de desigualdad. Filósofos como Rousseau exaltaron la frugalidad como una virtud ciudadana, mientras Voltaire ironizaba sobre las comilonas de las élites. En Francia, en los años previos a la Revolución, los panfletos satíricos circulaban describiendo los festines de los nobles con una mezcla de envidia y rabia, eran mesas rebosantes de carnes mientras el pueblo clamaba por pan.
Estos grandes banquetes, concebidos como escenarios de poder, terminaron siendo pruebas de la distancia entre gobernantes y gobernados. En la memoria colectiva, la abundancia en la mesa quedó asociada a la decadencia de los imperios y las monarquías. Comer demasiado, al final, era tan peligroso como gobernar mal.
Tras la caída del Antiguo Régimen y el estruendo de la Revolución Francesa, los cocineros de reyes y cortes huyeron de los palacios, despojados de su poder y privilegios. Fue entonces cuando, en medio del polvo de un mundo que se derrumbaba, nació la era de los restaurantes. Los cocineros, ahora libres de las cadenas de la aristocracia, comenzaron a trazar su propio camino, guiados por la creatividad personal, el arte del sabor y el deseo de compartir. Surgieron platillos pensados para todos, no solo para los nobles, servidos en porciones más mesuradas, pero con una sofisticación sencilla, que elevaba lo cotidiano a lo sublime.