Sonya Santos

Trump se mete hasta la cocina

En Estados Unidos, donde viven más de 33 millones de personas de origen mexicano, la comida juega un papel central en la vida cotidiana.

Durante el gobierno de Donald Trump, el endurecimiento de las políticas migratorias provocó que el miedo se filtrara hasta la cocina. Restaurantes mexicanos en California cerraron temporalmente, vendedores ambulantes desaparecieron de las calles, y festivales gastronómicos fueron cancelados. La incertidumbre afectó la economía y también silenció espacios que solían ser punto de encuentro y expresión cultural. Cada cierre representa una historia personal; un taquero que compartía recetas heredadas, una cocinera que añoraba su pueblo, o un joven criado entre aromas de comino y epazote.

Frente a ese contexto, la cocina mexicana adquiere una dimensión distinta. Para quienes han migrado, cocinar es una necesidad y un oficio, pero también es un acto de memoria y resistencia. Cada platillo encierra un recuerdo y una identidad que se niegan a desaparecer. Donde haya una olla encendida y se escuche el chisporroteo del sartén, hay también esperanza.

En Estados Unidos, donde viven más de 33 millones de personas de origen mexicano, la comida juega un papel central en la vida cotidiana. Los restaurantes se convierten en lugares donde se escenifica y refuerza la originalidad cultural. Se trata de servir comida, pero también de crear un espacio simbólico en el que lo mexicano se materializa y se comparte. Elementos como sarapes, imágenes de la Virgen de Guadalupe o banderas no son meras decoraciones, son emblemas cargados de significado que evocan un “hogar imaginado”.

Así, la cocina se convierte en un lenguaje con múltiples capas. Un mole puede evocar a la abuela, una salsa picante puede expresar resistencia frente al gusto estadounidense, y un guiso familiar puede ser el vehículo para conectar con la historia personal y colectiva. Para muchos migrantes, abrir un restaurante es una manera de conservar la raíz, de trazar un puente con sus hijos nacidos en Estados Unidos y de afirmar su presencia en una sociedad que, muchas veces, los margina.

Estos espacios gastronómicos también reflejan tensiones. La autenticidad culinaria no es estática, se negocia constantemente. Un taco con queso cheddar o un guacamole sin chile puede parecer una herejía para algunos, pero es parte del proceso de adaptación al paladar estadounidense. Es el precio que, en ocasiones, se paga para sostener un negocio. Y, sin embargo, incluso en esa negociación, persiste la voluntad de conservar una memoria culinaria y cultural.

La nostalgia es uno de los ingredientes más poderosos en estas cocinas. No es una emoción pasiva ni triste, es una fuerza que moviliza, que permite reconstruir vínculos, recrear ambientes y mantener vivas las tradiciones. Para muchos comensales, especialmente para hijos de migrantes que han perdido el idioma o el contacto directo con sus raíces, comer en un restaurante mexicano puede ser una forma de reconectar con su herencia. A través de un plato, se revive una infancia, se recuerda una fiesta, se honra a los ausentes.

Pero no todos los restaurantes mexicanos en Estados Unidos son iguales. Un lugar dirigido por migrantes mixtecos en California no tiene la misma estética, menú ni historia que una taquería norteña en Texas o un local de alta cocina mexicana en Nueva York, pero todos tienen algo en común, construyen comunidad. En cada mesa compartida se crean lazos, se celebran fechas importantes, se habla en la lengua materna, se enseña a los más jóvenes de dónde vienen.

La cocina mexicana en Estados Unidos es también migración, racismo, trabajo precario y lucha de clases. Muchos de estos restaurantes han surgido en base a sacrificios, a jornadas extenuantes, discriminación, incertidumbre legal. Aun así, se mantienen como faros de identidad, como espacios de dignidad. Cocinar, en este contexto, es una acción política: implica resistir, cuidar, recordar, amar.

Por eso, la cocina mexicana no debe verse en Estados Unidos como un simple fenómeno gastronómico o como una moda exótica. Es una expresión cultural viva que responde al desarraigo, al dolor, pero también a la esperanza y a la fuerza de una comunidad. En cada bocado hay historia, hay pertenencia, hay futuro.

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