Los gobiernos se mantienen por resultados no por ideologías; por su capacidad de entregar más de lo que prometen y crear menos déficits de resultados que superávits de expectativas.
México transitó de la dictadura perfecta del partido único a una transición democrática que cambió −para que nada o muy poco cambiara− en el año 2000. Con el desencanto en 2012, después de dos gobiernos de derecha, el país añoró el pasado donde no importaba “robar poquito” con tal de que el país avanzara a la “modernidad”, pero ésta solo terminó siendo una fachada de la corrupción.
Durante los últimos 36 años la izquierda mexicana, transitó con dos grandes figuras que prácticamente estuvieron vigentes en cada elección presidencial. Cuauhtémoc Cárdenas con tres, desde 1988 hasta el 2000 y luego Andrés Manuel López Obrador desde 2006 hasta 2018.
Algunas otras figuras como Porfirio Muñoz Ledo o Heberto Castillo fueron parte de esa izquierda del pasado. Sin embargo, hoy el enorme reto que se avecina a esa opción política, es la ausencia de cuadros con poder propio al futuro, en lugar de personas que buscan heredar el carisma del poder actual.
La oposición en el pasado, mal que bien, se fue fortaleciendo y México fue desarrollando instituciones a regaña dientes y a paso lento, de contrapesos, pero que en muchas ocasiones, dieron más expectativas que resultados.
A partir del triunfo de Morena en 2018, la oposición no supo construir una agenda de progreso y se dedicó a borrar cualquiera de sus marcas ideológicas en aras de construir un frente que de forma cuantitativa le arrebatara al partido en el poder, primero el Congreso y luego la Presidencia. A nivel nacional les falló el cálculo pese a la derrota tajante en la Ciudad de México. La “oposición” no apostó a ser opción, sino a insistir en acentuar los errores del gobierno en turno.
En este momento, México no tiene gobierno, tiene Presidente.
Esa es la fuerza concentrada del presidente López Obrador que unió y atomizó todas las siglas políticas en contra de su proyecto para volverlo más efectivo y lo logró. Pero ese fenómeno no es normal ni recurrente.
Con el paso del tiempo, México no solo ha entrado a una crisis del presidencialismo, sino a un desgaste del carisma de individuos, porque somos una sociedad que en lugar de apostar a construir ecosistemas, lo hacemos para depender de personas.
En el movimiento pendular de la política, todo movimiento con tendencia de izquierda social o progresista que no se consolida, tiende a irse a la derecha extremista. A eso, hay que añadir que el inicio del final de muchos movimientos sociales es que se entregan a carismas individuales que renuncian a la construcción de ecosistemas que trascienden y no dependen de ellos. Esa es la clave para crear semilleros de liderazgos futuros.
En 2024, se rompe una generación de los dos grandes líderes que por la vía democrática fundaron −uno− la corriente que desmoronó del poder al PRI, y el segundo, el que conquistó el poder y creó un movimiento social antes de convertirlo en partido político que hoy irónicamente está en crisis y perdido.
Frente a la enorme división y crispación social actual, estoy convencido que dada la evolución política de México, la imposibilidad crónica de construir nuevos acuerdos bajo el régimen presidencial y la ausencia de carismas como los antes mencionados, darán paso a la primera gran reforma política del Siglo XXI: el parlamentarismo.
Con la llegada de la tecnología de la descentralización como blockchain, el desgaste de instituciones viejas que no se adaptan a la nueva realidad y la urgente necesidad de crear gobiernos austeros, pero eficaces que puedan cuantificar y medir sus resultados, son la clave en la transición hacia lo parlamentario.
La urgente necesidad de inversión privada porque el motor del presupuesto público está ahogado en endeudamiento; el agotado pacto fiscal, la ausente y sistemática función de la revisión de lo público necesitan nuevos métodos de construir acuerdos.
A México le ha llegado su hora de construir futuro porque el tiempo avanza y los personajes cambian. Quienes piensan que con la terminación del sexenio del presidente actual, el obradorismo terminará, se van a llevar una tremenda sorpresa cuando vean que eso no sucederá porque el diagnóstico del país no ha cambiado: México sigue siendo un país enormemente desigual.
2024, representará el rompimiento de figuras carismáticas, pero no dejará de existir la misma imagen de país al que por errores internos agravados por una pandemia internacional estampa un México empobrecido cada vez más, que no crece económicamente y que la desigualdad social crece a niveles alarmantes.
Derrumbar lo clientelar, la vida feudal y las tiendas de raya modernas; romper con las cadenas de dependencia para sustituirse por competencia colaborativa, no puede depender de personas sino de ecosistemas. El parlamentarismo es la oportunidad.
Que el tiempo hable.