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¿On’ tá, bebé?

AMLO, quien presumía que sería el más humilde ciudadano, tranquilamente afincado en su rancho y dedicado a escribir, hoy se encuentra cobijado por un aparato gubernamental que lo mantiene seguro en la más oscura de las sombras.

Entre las decenas de miles de desaparecidos en México, hay uno que se desvaneció por voluntad propia ya hace casi seis meses: Andrés Manuel López Obrador. No es que viva con discreción, evitando los reflectores, dejando espacio a que su sucesora crezca sin hacerle sombra. Simplemente es como si se lo hubiera tragado la tierra y no da señal alguna de vida. No hay la menor inquietud sobre su salud física, mental o estado de ánimo, no tiene parientes viviendo en la zozobra (como las madres buscadoras) investigando desesperadamente, tratando de determinar por qué un día salió de casa para no regresar jamás.

Una desaparición tan radical que no se explicaría aunque el tabasqueño hubiera dejado el cargo en medio del desprecio popular, habiendo defraudado las elevadas expectativas en torno a su persona y gobierno. Esto es, un José López Portillo, quizá un Enrique Peña Nieto. Ciertamente, el primero huyó a Roma (tras ver frustrada su ambición de ser embajador en España) y el segundo, en cambio, sí optó por Madrid, pero sin cargo público. Eventualmente uno regresó a vivir en su Colina del Perro. El otro quizá un día radique de nuevo en la capital, pero no en esa Casa Blanca que fue uno de los muchos factores que hundió su reputación.

Por el contrario, AMLO cedió la banda tricolor en un apogeo triunfal, ante un Congreso que lo ovacionaba sin pudor gracias a una mayoría aplastante de Morena, sus partidos satélite y los pocos legisladores adicionales que fue necesario cooptar, comprar o amenazar para contar con las dos terceras partes necesarias para hacer de la Constitución el pilar de la regresión autoritaria. Claudia Sheinbaum arrasó en la elección gracias a su política social (financiada con un déficit elevadísimo) y ese ejército de propagandistas tan eficaces denominado “servidores de la nación”. Su sucesora cumplió con sus expectativas. Hasta hoy, Sheinbaum Pardo no se cansa de elogiar a su padre político, de proclamar su subordinación en sus palabras, pero sobre todo con sus acciones.

Un expresidente (aunque López Obrador es tan ex con Sheinbaum como lo era Plutarco Elías Calles con Pascual Ortiz Rubio) que, se supone, podría pasearse por las calles y veredas de México, igual las grandes ciudades que los pueblos más apartados, como hizo tantas veces como el eterno candidato que fue. Ahora podría revivir esos gloriosos tiempos cobijado por el agradecimiento, la idolatría, de millones. Esto sin tener un solo guardaespaldas protegiéndolo. Como se cansó de decir, la gente lo cuidaría.

Pero parece que desconfía de ese pueblo y ha optado por una desaparición que no tiene precedente en la historia del país. ¿A qué o quiénes teme? El eterno rijoso hoy guarda el más sepulcral de los silencios. El amante de cámaras y micrófonos ahora los rehúye como la peste. Quien presumía que sería el más humilde ciudadano, tranquilamente afincado en su rancho y dedicado a escribir, hoy se encuentra cobijado por un aparato gubernamental que lo mantiene seguro en la más oscura de las sombras.

Cual príncipe de las tinieblas, desde esa negrura tira de los hilos del poder. No tiene que humillar a Sheinbaum con frecuencia, pero lo hace cuando es necesario. El mesiánico de Macuspana ha alcanzado una nueva divinidad, siempre invocado por sus fieles (empezando por la presidenta) más nunca visto. Mientras el país sigue el curso de destrucción económica y conquista política que magistralmente diseñó, quizá algún día salga de su escondite para decirnos: ¡aquí ‘tá!

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