En las horas previas a la fatídica cita de la reforma judicial, se intensifican las voces que llaman a pasar por alto los defectos y las aberraciones vistas (y no corregidas) en meses y, sin rigor lógico, ahora pretenden depositar en los descreídos de esta elección la responsabilidad de que eventualmente (o habría que decir milagrosamente) el nuevo Poder Judicial resulte menos malo. Nomás faltaba.
Si es cierto que la reforma judicial es un mandato de la elección de hace justo un año, entonces también lo es que en la fecha en que se eligió Presidencia y Congreso estos poderes adquirieron la obligación de producir una elección de impartidores de justicia donde primaran equidad, limpieza y certidumbre legales.
El régimen obradorista se afanó en demostrar su desprecio por tales condiciones. Arrancando por el desdén mismo a la carrera y la persona de cientos de impartidores de justicia, cuya permanencia se rifó en una sesión plagada de petulancia en el Senado el día de la infame tómbola y sus bolitas, hasta la multiplicación de los acordeones, epítomes de la cultura de la trampa donde los haya.
No se puede caer en el chantaje de quienes ahora argumentan que a pesar de lo mal que fue todo, la única salida es subirse a un tren que sabemos destinado a producir una carambola en la ya debilitada procuración de justicia en México.
La única alternativa democrática es lo contrario: hacerle el vacío, no acudir para mandar el mensaje de que no se convalida lo que carece de características de elección mínimamente democrática.
Porque si tanto les importaba una participación copiosa, el régimen debió afanarse en poner sobre la marcha cuanto fuera necesario para que una elección extraordinaria como ésta tuviera una preparación a la altura de la misma, comenzando por atender a quien había de organizarla. Fue todo lo contrario: al INE se le regateó desde recursos hasta, por supuesto, autoridad.
Al cuarto para las 12, los del nado sincronizado insisten en que haiga sido como haiga sido al ciudadano le toca resignarse y estar a la altura “del patriótico deber” de votar.
Toda una engañifa no sólo retórica sino que insulta los aprendizajes de una sociedad que ya vio en el pasado cómo el régimen urgía a todos a las urnas, que embarazaba (o desaparecía, según fuera necesario), porque nada es más perjudicial para el traje del emperador que casillas poco concurridas.
Palacio Nacional teme sobre todas las cosas un momento “López Portillo 1976”, un desfile triunfal insostenible en términos de legitimidad: el voto corporativo (y el genuinamente convencido, sin duda que habrá de esos también) no alcanzarían al gobierno para decir que ha nacido una era democrática en el Poder Judicial.
Beatriz Magaloni, en su libro clásico Voting for Autocracy (2006), sostiene que el régimen priista necesitaba de la fachada de las elecciones a fin de lograr de un solo golpe varios objetivos, en poquísimas palabras: como método para repartirse el poder entre ellos mismos; para diseminar la noción de “fuerza invencible” del régimen mismo (ganar por amplios márgenes debilita a opositores y hace ver al partido-gobierno prácticamente como la única opción posible y plausible); como forma de obtener/actualizar información sobre su propia fuerza y, para impedir que la oposición, a la que incluso puede dividir en esas campañas, desafíe el statu quo por otros medios.
Más votos juegan a favor de Morena en todos sentidos.
Menos votos, en cambio, harían más evidente que esto fue pésima idea, y que más pronto que tarde hay que empezar de nuevo.