Claudia Sheinbaum es la jefa de la familia en el poder. Esa circunstancia trasciende a la cultura presidencialista del pasado porque Morena es un régimen bajo construcción, donde el partido es disfuncional y ella la única autoridad irreprochable.
De ahí que sea prácticamente una norma que en cada mañanera de la presidenta se le pregunte su opinión, o juicio, sobre ésta o aquella conducta o declaración de una compañera(o) del movimiento. No pocas veces la mandataria trata de escurrir el bulto.
Y no es que Sheinbaum evite el cáliz de su liderazgo, es que sabe que cualquier cosa que diga sobre una acción polémica de un integrante de Morena puede desatar o alimentar críticas desde la oposición, enconos internos en el obradorismo y desgaste social de la marca.
Claudia está en una posición muy incómoda: porque se sabe la responsable de la buena marcha del gobierno, la heredera de la misión por consolidar un supuesto nuevo modelo, y la vigía de un estándar de conducta donde ética y eficiencia confluyan. No está fácil.
Gerardo Fernández Noroña, por dar un ejemplo de lo difícil que la tiene Sheinbaum, se metió en una polémica al llevar a un espacio público la disculpa que le ofreció un ciudadano que lo había increpado. El acto fue difundido por medios oficiales del Senado. Puro exceso.
El hecho hizo las delicias de los caricaturistas, pues a todas luces contrasta con la forma, supuestamente más contenida, que prefiere y promueve la presidenta, y también con la promesa de que este grupo llegó para ponerse al servicio de la gente, no encima de la misma.
Lo más revelador es que Noroña había protagonizado otra polémica apenas unos días antes, cuando en Excélsior se difundió cuánto verdaderamente costó su famoso viaje a Francia, en el que él decidió pagarse un ascenso a primera clase.
No se necesita ser opositor ni crítico a ultranza de Morena para reírse de lo evidente: quienes criticaban los excesos de los poderosos de ayer, hoy se meten solitos en asuntos que los hacen motivo de escarnio, de los que saldrán con credibilidad y figura minadas.
Y lejos de aprender que el foco público quema, reinciden en ponerse debajo del mismo y por las peores razones.
“El poder empuja al crimen, la locura, la corrupción, porque se presta a la confusión de identidades”, publicó Gabriel Zaid en septiembre de 2002. El analista sigue: “Lo que Max Weber llamó patrimonialismo (la indistinción entre el erario y el bolsillo de los hombres de Estado) es sólo una de las confusiones posibles. Antes de ser rapiña, irresponsabilidad, injusticia, la corrupción es impostura: intencionada o no, útil o no a los intereses de la persona que abusa del poder. La impostura puede ser simplemente mañosa, pero puede ser trágica: como una posesión de la otra personalidad que se apodera de la persona física y la arrastra a creerse lo que no es”.
Noroña, por supuesto, es sólo un caso de demasiados.
Ahí está la gobernadora Marina del Pilar Ávila, que antes que aceptar que no tener visa complica su mandato como lideresa de la sociedad de Baja California, se envalentona al punto de declarar que dónde dice que se necesita ese documento para gobernar. Y este fin de semana hasta una fiesta de apoyo se organizó.
Consciente de su obligación de normar la conducta pública de su movimiento, Sheinbaum envió a Morena un decálogo que pretendía ser una guía. Risas. Risas es lo único que ha generado esa carta: risa de quienes lo burlan, risas de quienes ven cómo lo burlan.
De seguir Morena así, estaríamos ante uno más de los hilarantes capítulos que ocurren en todo sexenio de México; pero será trágico para la autoridad de la presidenta Sheinbaum, que siempre estará a merced de la pregunta de: oiga, por qué a nadie parece importarle su decálogo, es decir, su palabra.