La iniciativa es audaz, pero al mismo tiempo prudente. No se propone refundar al Poder Judicial de la Federación, sino corregir sus dolencias de funcionamiento más críticas. Si bien innova sobre ciertas figuras culturalmente arraigadas en la dogmática y la práctica jurídicas mexicanas, como la formación de jurisprudencia y el peso específico de los precedentes, la propuesta es cauta en no comprometer la viabilidad de todo lo que funciona, de ese patrimonio institucional que gradualmente se ha consolidado desde que el pluralismo desplazó al presidencialismo autócrata. En tiempos de reinvenciones voluntaristas, destaca la predisposición serena de un poder del Estado al cambio razonable y responsable.
Quizá la mayor virtud de la reforma propuesta por la cúpula del Poder Judicial federal es la autocrítica que la motiva. En numerosas partes del texto presentado se reconoce que el nepotismo y la corrupción son problemas latentes de la Judicatura. La carrera judicial, en los hechos, ha derivado en un conjunto de incentivos perversos a la endogamia. En la rama del Estado en el que el mérito es la racionalidad interna relevante de su existencia y legitimidad, la ruta de ingreso, promoción y permanencia de los jueces y magistrados tiene atajos extralegales en los favoritismos familiares, políticos o de grupos. La función de prevención y castigo a la corrupción quedó rebasada por las inercias del reparto de cuotas y protecciones internas. La libertad de organización se ha pervertido en sus propios vicios. El cuerpo que se enferma crónicamente a sí mismo porque los anticuerpos ya no resisten.
El proyecto también admite la brecha que se ha abierto entre la justicia y los justiciables. Si bien la Constitución reconoce el derecho humano a la defensa y configura a la defensoría pública como un servicio que debe prestarse bajo estándares de calidad y profesionalismo, no se le había prestado suficiente atención al modelo institucional para garantizar estos fines constitucionales. La propuesta plantea ampliar el mandato del Consejo de la Judicatura Federal para que, a través de un organismo especializado y de los procesos de formación, garantice que toda persona sea asistida por un defensor o asesor jurídico capaz. No es menor la apuesta por ampliar los servicios de la defensoría pública: además de la defensa penal y laboral, se propone que también asista a las personas en los juicios de amparo en materia familiar. Y es que es ahí donde justamente se gesta buena parte de la violencia que vive el país: en los conflictos cotidianos que escalan a feminicidios, a lesiones domésticas, a abandono de menores, a la trata, al alcoholismo o la drogadicción.
Sin embargo, el proyecto de la Judicatura Federal deja en el acotamiento cuestiones esenciales. La configuración vigente del Consejo de la Judicatura ha revelado que no es la propicia para atender las necesidades de un Poder Judicial del tamaño y responsabilidades como el actual. El número de órganos jurisdiccionales que existían en 1994 cuando se creó el Consejo, es diametralmente mayor que el despliegue territorial 25 años después. En estas últimas décadas, el volumen de competencias, materias y casos de los que conoce el Poder Judicial federal ha aumentado notablemente. El método de nombramiento de sus integrantes es una de las causas que explican la captura cupular y el coyotaje político de los expedientes. La condición dual del presidente de la Corte y del Consejo de la Judicatura es una tentación a la concentración de poder y, por supuesto, a la formación de facciones internas. Ejemplos sobran.
La propuesta incorpora dos elementos preocupantes que ameritan una reflexión cuidadosa. En primer lugar, cierra el acceso de los estados y municipios a la justicia constitucional para defender sus atribuciones. Bajo el argumento de que la evolución natural de la Suprema Corte tiende a concentrarse en problemas puramente constitucionales, incorpora un par de reglas que implican que los conflictos competenciales no tendrán solución en la autoridad de un tercero imparcial, sino que regresarán inevitablemente al arbitraje presidencial. De aprobarse la reforma, el pluralismo que se recrea en el federalismo quedará en indefensión. Y es que, desde hace unos años, se ha desconstitucionalizado intencionalmente el reparto competencial para trasladarse a leyes generales de distribución o a instrumentos operativos de coordinación, como consecuencia de la ampliación del catálogo de facultades concurrentes y la creación de sistemas nacionales. Esto supone que cualquier controversia sobre las competencias asignadas a los órdenes de gobierno es necesariamente una cuestión de legalidad y, por tanto, fuera del escrutinio de la Corte.
En segundo lugar, la propuesta extrañamente elimina la facultad del Pleno de la Corte de revisar la actuación de su Presidente cuando admite o desecha la procedencia de los amparos directos en revisión. Esto supone que la política de interpretación constitucional y de fijación de precedentes relevantes, queda en manos de un solo hombre. Y, como enseña la experiencia, hay que desconfiar de hasta el más noble transformador.
Las oposiciones deben aprovechar el impulso de esta propuesta para corregir una anomalía. Me refiero a las mayorías calificadas exigidas para expulsar del ordenamiento leyes inconstitucionales u otorgar efectos generales a las declaratorias respectivas. La mayoría de ocho votos significa en realidad el veto de la minoría para que subsista la actuación inconstitucional de una mayoría parlamentaria. En efecto, la 'Ley Bonilla' podría subsistir si cuatro ministros la defienden. Y esa regla no tiene razón alguna. Fue una cautela sobreestimada en tiempos del partido hegemónico. Es tiempo de jubilarla. Por el bien del pluralismo.