Cronopio

El país de los indolentes

Los criminales pueden contar con que, hagan lo que hagan, el Estado no tiene los reflejos para reaccionar ante el amago, dice Roberto Gil Zuarth.

Dos hombres arrodillados frente a una cámara. Detrás, hombres fuertemente armados en actitud amenazante. En el pecho de los rehenes, las siglas de la agencia federal a la que pertenecen. A simple vista cualquiera podría suponer que se trata de una de las imágenes a las que el terrorismo islámico nos tiene acostumbrados. No es Siria, no es ISIS. Presuntamente es el Cártel Jalisco Nueva Generación, es la región limítrofe entre Jalisco y Nayarit; son dos agentes federales adscritos a la PGR.

El secuestro y ejecución de Octavio Martínez Quiroz y Alfonso Hernández Villavicencio (sí, debemos mencionarlos por sus nombres) es una amenaza frontal al Estado mexicano. Más allá del intento de reivindicación moral de su necesaria y merecida respuesta ante los supuestos atropellos de la autoridad, los violentos envían un mensaje muy claro: o el Estado retrocede u otros tendrán el mismo destino. Las imágenes pretenden demostrar su capacidad de daño, la probabilidad de hacer cumplir el ultimátum, la eficacia del castigo que pueden suministrar para alcanzar sus objetivos. Es la intimidación convertida en arma; propaganda que sirve para infundir miedo, para doblegar el ánimo de las fuerzas del orden, para debilitar su disciplina. Son dosis de terror para deslegitimar a las instituciones. Una pequeña muestra de que el Estado puede quedar arrodillado si se lo proponen.

Lamentablemente la crudeza de las imágenes, el peligroso significado de la amenaza para nuestra convivencia, no sacudió a la sociedad. Lo que en otras latitudes hubiere provocado la condena unánime de los demócratas, fue apenas nota marginal en los medios de comunicación. Lo que exigía una muestra de unidad nacional, la respuesta contundente del Estado en su más amplia comprensión, no ha provocado siquiera la mínima convocatoria al repudio. Frente al desafío de los violentos, la indolencia de todos. Pareciera como si los duros años de ver el rostro de la violencia por todas partes hubiesen inhabilitado nuestra capacidad de indignación. La violencia provoca la degradación moral y el envilecimiento de una sociedad, decía Vargas Llosa recientemente en un texto sobre la naturaleza destructiva del terrorismo, cuando sus formas y expresiones se pierden en el silencio y en la indiferencia de los libres. El triunfo de los criminales se produce, paso a paso, en los gestos de resignación de una sociedad que se acostumbra a vivir bajo su yugo. En la vista que voltea a otra parte para evadir la culpa o la responsabilidad. En el miedo que se convierte, poco a poco, en una más de las dimensiones habituales de la existencia.

¿Esos muchachos no merecían un funeral oficial como símbolo de que el Estado mexicano protege a sus hijos? ¿Era una impertinencia convocar a los demócratas a refrendar que frente a los criminales hay una nación unida, con independencia de nuestras diferencias y del contexto de competencia? ¿Acaso la amenaza no exigía la expresión clara de todos en el sentido de que cualquier pacto o negociación con los criminales es inadmisible? ¿No es momento de hacer del caso de dos mexicanos brutalmente asesinados pedagogía de los sacrificios que debemos hacer para pacificar a México? ¿Es ocioso recordar a los homicidas que el Estado hará todo lo que esté a su alcance para encontrarlos y llevarlos ante la justicia? ¿No es tiempo de regenerar los límites de nuestra fragilidad?

Nuestro silencio es respuesta: los criminales pueden contar con que, hagan lo que hagan, el Estado no tiene los reflejos suficientes para reaccionar ante el amago. No vale el argumento de que la violencia está en todas partes para justificar el silencio. Es inmoral afirmar que esos servidores públicos perdieron la vida porque el gobierno ha errado en la estrategia de seguridad, como si eso y no la ambición criminal desmedida los hubiera matado. Es necesario poner en perspectiva la gravedad del hecho: asesinaron a mansalva a dos agentes del Estado y eso dice mucho sobre su debilidad para contener a los delincuentes. Cada policía, soldado o marino muerto en el cumplimiento de su misión es una doble afrenta: la pérdida de una vida humana, sí, pero también un desafío al Estado mismo. Usarlos como instrumento para aleccionar a la autoridad no es más que evidencia de que ya se sienten más fuertes.

El país debe recuperar su sentido de indignación. Si no queremos ser un país de callados por el miedo, como diría el propio Vargas Llosa, debemos llamar a la violencia por su nombre. Hacernos cargo de nuestros caídos. Honrarlos con muestras de valor colectivo. Dirigirles un gesto de empatía póstuma para que los que siguen en las filas nunca pierdan el sentido y orgullo del deber.

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