Paola Longoria fue una niña sin infancia. Lo sacrificó todo por el ráquetbol, que descubrió durante un campamento de verano en el Club Libanés de San Luis Potosí. Al principio, no lo consideraba un deporte de alto rendimiento, aunque se convirtió en su refugio y su destino. Mientras otros niños pasaban los veranos jugando en las calles, ella descubría su talento en un campamento de verano en el Club Libanés de San Luis Potosí. Lo que empezó como un hobby, junto a la gimnasia, la natación y el futbol, pronto se transformó en una obsesión. La historia de Paola Longoria es un testimonio de disciplina, sacrificio y resiliencia.
La mentalidad de Paola fue moldeada en casa. Sus padres, al notar su hiperactividad, canalizaron esa energía inagotable a través del deporte, pero con una condición clara: “Nos decían que podíamos dedicarnos a lo que quisiéramos, pero teníamos que ser los mejores”, recuerda Longoria. Esta filosofía no era una sugerencia, sino un mantra que la definió. El deporte, le advirtieron, era un camino de alto riesgo, donde una lesión podía terminarlo todo. Bajo esta premisa, sus estudios se mantuvieron como una prioridad que no se negociaba.
Con esa mentalidad de ser la mejor, el ascenso de Longoria fue tan vertiginoso como su juego en la cancha. A los 10 años, ya estaba compitiendo en su primer campeonato mundial. Este no fue un logro aislado, sino el preludio de una serie de victorias que la llevaron a dominar las olimpiadas nacionales. Para cuando cumplió 18 años, había ganado el US Open, uno de los torneos más importantes de la liga profesional, un triunfo que le “abrió el panorama” y le mostró que el sueño de ser la mejor del mundo era viable.
Decidida a alcanzar la cima, tomó una decisión radical: se mudó a Stockton, California, para entrenar 10 horas al día en una prestigiosa academia. Era un entorno de alta presión donde la competencia era feroz, y el ritmo de entrenamiento la llevó al límite físico y mental. “Se me caía el brazo; no alcanzaba los resultados que esperaba”, confiesa. Su cuerpo, desgastado por la carga estaba al borde de una lesión grave. En retrospectiva, cree que los americanos, que dominaban el deporte junto con los canadienses, la “quemaron” para sabotear su ascenso, una teoría que ella misma ha confirmado como un boicot.
Cuando el ánimo decaía y pensaba que su carrera deportiva pendía de un hilo, una llamada inesperada le ofreció un salvavidas. Carlos Hermosillo, entonces director de la Conade, la buscaba para que representara a México en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008. Aunque Paola sufría del síndrome del impostor, Hermosillo vio en ella la tenacidad y el talento de una campeona en transición, de juvenil a profesional. Su confianza no sólo la animó, sino que también la ayudó a redescubrir su valor como atleta.
El regreso a México la llevó a una nueva etapa. A pesar de recibir ofertas de becas de diversas universidades, optó por la Autónoma de Nuevo León (UANL). La cercanía con San Luis Potosí y la oferta de la UANL, que triplicaba la del Tecnológico de Monterrey, fueron decisivas. La universidad diseñó un plan de estudios a su medida, permitiéndole cursar una ingeniería mecánica administradora sin descuidar sus entrenamientos. Con el tiempo, obtuvo una maestría en ciencias políticas en la misma institución, una decisión que marcaría el inicio de su siguiente batalla.
Su incursión en la política fue la consecuencia natural de años de frustración. Habiendo experimentado la falta de apoyo y la corrupción en el deporte mexicano, se propuso generar un cambio desde dentro. “Me frustra que no se entienda que el deporte puede ser una política pública muy importante de educación, de salud, de prevención, pero no se le toma con seriedad”, explica Longoria. Como presidenta de la Comisión del Deporte de la Cámara de Diputados, su frustración se transformó en acción, exhibiendo los recortes presupuestales que han afectado a las nuevas generaciones de atletas.
Sin embargo, su camino como deportista no ha sido fácil. Durante años, fue despojada de su beca por la Conade, bajo la administración de Ana Gabriela Guevara, quien la acusó de no comprobar gastos entre 2015 y 2018. Longoria argumentó que los documentos se habían perdido dentro de la propia dependencia, y demandó y ganó, logrando la restitución de su beca. En esos años de incertidumbre, su apoyo provino del Ejército Mexicano, al que pertenece con el rango de capitán segundo, el más alto para un atleta mexicano. Desde 2010, ha ascendido en el escalafón militar gracias a sus logros deportivos, y aunque el Ejército le ha brindado un arma por su rango, su padre le prohibió llevarla a casa.
Más allá de la controversia, sus logros en la cancha son innegables. Es la máxima medallista en Juegos Panamericanos, ha ganado seis campeonatos mundiales y se ha mantenido en el puesto número uno de la liga profesional por decimocuarta ocasión. Con 35 años, y luego de una temporada en la que su liderazgo se vio amenazado, ha vuelto a la cima, recuperando la confianza bajo la tutela de una nueva entrenadora.
Aunque su carrera deportiva aún no se acerca a su fin, Paola ha comenzado a prepararse para la transición. Su psicólogo deportivo, el mismo que aconsejó a Michael Phelps, le ha advertido que “parar de lleno puede provocar depresión”. Con la mirada puesta en un futuro donde el ráquetbol será sólo el preludio de otro legado, Paola Longoria reflexiona sobre un camino que quiere que trascienda las canchas para convertirse en una lucha por los deportistas de su país.