El teatro la transfiguró. La adolescente que sentía que no encajaba se encontró a sí misma entre actores, directores, escenógrafos. El teatro lo hacía todo posible, incluso “entrar en otro cuerpo”.
Lorena Elizondo nunca quiso ser actriz. Pensó que la psicología era el complemento perfecto para la dirección teatral. Con esa idea, y la absoluta conciencia de su privilegio, eligió la Universidad de Nueva York. Piscología resultó tediosa. Consideraba sus alternativas cuando, en un pasillo, tropezó con un póster de teatro educacional. “Sonaba a lo que yo quería hacer. Siempre me ha gustado contar historias y el teatro es historia viva, efímera, que pasa y deja de existir”.
Elizondo utiliza el teatro educacional como metodología pedagógica, que le permite aproximarse a los conflictos sociales y a realidades diversas. “Y desde la psicología me acerco a las formas en las que se construye la supuesta verdad en una cabeza. Lo que nunca me pregunté fue qué iba yo a hacer con todo eso”.
Aplicó por primera vez sus conocimientos en temas de justicia, impartiendo talleres en cárceles estadounidenses. “Entendí lo que implica el castigo, por qué nos castigamos, cómo nos castigamos y de qué sirve castigarnos. También aprendí mucho de clasismo, de racismo y sobre cómo y por qué juzgamos, aunque al final no necesariamente se haga justicia”.
En India, la joven participó en el festival de Teatro del Oprimido, la corriente que más le interesaba dentro de su carrera, vinculada a la pedagogía del oprimido de Freire. Dentro de las vertientes de este teatro, se concentró en el Teatro Foro, en el que un grupo plantea una pregunta a la comunidad a través de una historia. Cada escena representa un momento del o de la protagonista. La persona protagonista, aclara, no es una víctima, está oprimida. “La diferencia es importante: a la víctima le suceden cosas, mientras que la persona oprimida está en una situación determinada de vida y quiere hacer algo al respecto, pero la sociedad o la estructura social la limita”.
La exploración grupal de un problema social termina con una crisis. El objetivo del protagonista no se logra. “Hay un personaje llamado joker o curinga, quien media entre ficción y realidad. Él conduce al grupo y discute con la comunidad qué hizo mal el protagonista y qué se debe hacer en adelante para que no termine igual. Así, la audiencia se transforma de espectadora a especta-actora. El público pasa al escenario y reemplaza personajes en las distintas escenas para ensayar posibles acciones que modifiquen la situación”.
Elizondo se adiestró en este método con miembros de Jana Sanskriti, una de las contadas organizaciones de teatro de las personas oprimidas que logran trascender la ficción y pasar a la acción, incluso modificando leyes.
Convencida de que su futuro era ése, Elizondo solicitó una beca –la Changemaker Challenge– para aplicar esta metodología en Zinacantán, Chiapas. Se mudó después a San Cristóbal de las Casas, donde se sostuvo como mesera mientras ofrecía talleres comunitarios gratuitos.
Consiguió su primer empleo formal en Sedesol, en el proyecto Rescate de Espacios Públicos, que operaba en nueve comunidades. “Tuve talleres para adolescentes, mujeres y grupos mixtos, pero fue muy doloroso. Estaba muy niña y no dimensioné lo que era cargar yo sola con esas historias”.
De la mano de un experimentado veterinario, realizó trabajo voluntario en La Trinitaria, una comunidad en la frontera con Guatemala. Ayudaba a la gente a organizarse utilizando juegos, más que mediante obras teatrales. “La dinámica era muy distinta. Los grupos comunitarios son complicados porque un sábado llegan 10 personas, al siguiente 25 y al siguiente solo tres”.

Lorena Elizondo tenía 22 años. “Era una niña sintiéndome revolucionaria”, reconoce. En La Trinitaria también asimiló el feminismo. “Había una división del trabajo muy particular. Para mí lo más revelador fue cómo Alondra, una niña de cuatro años, me explicó que yo no era mujer porque no sabía hacer tortillas, entre mil cosas más, y porque no estaba casada. Eso me hacía no ser mujer. Me dediqué a cuidar y a jugar con esas niñas, a trabajar con las mujeres, a nadar con ellas en el río, y eso me permitió entenderme desde un lugar distinto. De feminismo yo no sabía nada; mi feminismo era rígido, muy de todas las mujeres somos, todas las mujeres queremos, todas las mujeres buscamos, todas las mujeres sufrimos. Mi visión era bastante estrecha”.
En 2016, Lorena Elizondo fundó la asociación civil ACTO (Acción Creativa Transversal y Organizada), con sus amigos de la infancia. El grupo se proponía desarrollar habilidades sociales como la empatía, la autoconsciencia, el pensamiento crítico, la escucha activa y la autoestima, para fomentar una ciudadanía más activa, capaz de organizarse y hacerle frente a los problemas. Con ACTO desarrolló proyectos pedagógicos con grupos de jóvenes para el CIDE y uno más para Uber, que la sumergió en un mundo hasta entonces inexplorado para ella, “que me hizo reflexionar cómo se construye la masculinidad y qué implica la construcción social de la masculinidad”.
Uber se proponía, a través de programas educativos, explicar a sus socios conductores qué es el acoso. “No podía ser un taller porque se trataba de una población gigante, y los socios no son empleados”. El equipo diseñó ‘La neta de los planetas’, un pódcast de ficción que juntaba la idea del juego como metodología pedagógica con la comedia.
Ahora, con Nuria Valenzuela, constituyó Crucigrama, una consultoría que capacita, forma grupos lúdicos de investigación para analizar conflictos a través del juego, ofrece talleres para resolver problemas y refuerza a grupos, sobre todo de activistas, a estructurarse.
Lorena Elizondo también es host de ‘Zona de construcción’, otro pódcast en el que varias mujeres exploran temas feministas, “pero desde los grises y los matices, bien lejos de los absolutos”.