Comentamos ayer, aunque fuera de forma muy apretada, las complejidades del fenómeno de violencia e inseguridad que enfrentamos en México. Hoy permítame hacer algo similar con respecto al otro tema que la mayoría de la población considera determinante para el futuro: la corrupción.
Como ya hemos comentado, la corrupción fue un mecanismo de resolución de disputas en los tiempos del viejo régimen. Se trataba de un régimen autoritario, en el que la ley se utilizaba poco. Se aplicaba, dice un adagio de abogados, a pobres, tontos y malvivientes. Para todos los demás, había transacciones. Se intercambiaban oportunidades por dinero, virtudes por poder, negocios por amistad, todo en una pirámide que desembocaba en el presidente, con senderos bien definidos: obreros, campesinos, maestros, transportistas, empresarios, estudiantes. Cada ruta era más o menos ardua dependiendo del lubricante que se tenía, es decir, de la corrupción.
Los funcionarios, de todo nivel, se consideraban dueños del puesto y sus atribuciones, y todo mundo estaba conforme con ello. Los amigos se acercaban a hacer negocios o buscar chamba, los enemigos buscaban formas de sobrevivir un tiempo, con la esperanza de llegar en la siguiente, y unos pocos intentaban trabajar por fuera del sistema. Raro fue el empresario cuyo éxito no se debió a su cercanía al poder. Las grandes fortunas, con el presidente; los empresarios de renombre, con el gobernador; los medianos, con el presidente municipal. Todos ellos, en mayor o menor medida, coludidos con el líder sindical, cercanos al del magisterio, conocidos del obispo, compadres del líder campesino.
La estructura de incentivos que produjo ese sistema nos llenó de abogados y contadores, de jóvenes que construían su carrera alrededor de un puesto público. Pocos ingenieros, y menos emprendedores, impidieron un desarrollo tecnológico autóctono. El sistema se había agotado desde 1965, pero el endeudamiento externo le dio otros 15 años de vida. En 1982 la crisis fue de enorme profundidad, y no teníamos cómo salir de ella. Lo hicimos agotando el petróleo y abriendo el país a la inversión extranjera. Con ella, ha mejorado un poco el panorama empresarial y el futuro para los jóvenes técnicos e ingenieros, pero sólo en la mitad del país. El resto sigue estancado, con las mismas estructuras sociopolíticas de antes, con los mismos incentivos, produciendo aspirantes de político en lugar de creadores de riqueza.
Cuando el régimen finalmente implotó, hacia 1996, la pirámide dejó de existir, pero las rutas de la corrupción continuaron, cada una de forma independiente. Los líderes sindicales se hicieron autónomos (como Elba Esther o Napo), los gobernadores se volvieron locos (como los Duarte, Borge, etcétera), y no teníamos ni leyes, ni con quién hacerlas cumplir. Han saqueado lo que han podido, y más.
El intento de reconstruir la pirámide en este nuevo contexto no resultó, por eso el enojo con el actual gobierno. Quedan dos posibilidades, tratar de reconstruir la pirámide junto con el contexto mismo (es decir, regresar al desarrollo estabilizador), o de plano olvidarnos de ella e intentar hacer lo que ha funcionado en otros países: construir un conjunto de leyes adecuado, con un sistema eficiente para aplicarlas. En este segundo camino, las organizaciones de la sociedad civil han aportado mucho, y gracias a ello se ha avanzado bastante en el Sistema Nacional Anticorrupción, y en el bosquejo de un sistema autónomo de procuración de justicia.
Parece que aquí hay mucha más coincidencia en qué debemos hacer para enfrentar el problema, comparado con el tema de seguridad que ayer comentamos. Lo que falta, sin embargo, es determinante: reforma el 102 Constitucional y nombramientos de personas sin antecedentes políticos. Pero hay quien no quiere…