Como siempre, escribir el lunes después de una elección en domingo es algo complicado. Ahora lo es menos, porque nadie sabrá el resultado antes de leer estas líneas, a diferencia de las elecciones de verdad que teníamos antes. Según dicen, mañana martes sabremos quiénes ganaron los puestos de ministros de la Suprema Corte, y el miércoles darán a conocer a los cinco ministros de la Santa Inquisición.
La verdad, la elección de ayer fue una burla. Ya hace un año tuvimos una elección que no fue democrática, en tanto no se cumplieron las reglas para ella: el presidente intervino directamente, se utilizaron recursos públicos para impulsar a su candidata, hubo compra de votos, intervención del crimen organizado, serias fallas organizativas del INE… Pero lo de ayer es todavía peor. Había que elegir cerca de mil funcionarios del Poder Judicial en boletas inmanejables, que requirieron el uso de “acordeones” de parte de los votantes. Acordeones proporcionados por el grupo que hoy hegemoniza el poder, cuya mejor demostración fue la reaparición de López Obrador haciendo uso de esa herramienta.
Al momento de escribir estas líneas, todo indica que la participación no llega al 10% del padrón electoral, lo que no tiene impacto en el nombramiento de los funcionarios, pero sí en su legitimidad. No será fácil saber cuántos asistieron, porque ahora no fueron los ciudadanos los que contaron los votos, ni se inutilizaron las boletas sobrantes, de forma que el INE, que ya no tiene legitimidad alguna, puede manipular la información. Lo hará, sin duda.
¿Qué sigue después de esta farsa? Primero, debe ya ser claro que no hay democracia liberal en México. Podrán llamar a elecciones, pero lo harán siempre con reglas que favorezcan al grupo en el poder. Algo parecido a lo que vivimos hace décadas, o a lo que viven otros países. Tampoco existe ya la República, en tanto ya no hay división de poderes ni contrapesos. Este país tiene un sistema político autoritario.
Lo que no está claro es quién tiene el poder. Como lo dijimos en esta columna desde el sexenio pasado, López Obrador estaba concentrando el poder, pero no en la Presidencia, sino en su persona. Hoy eso debe ser evidente para todos. La Presidencia no controla los hilos, y por eso, al mismo tiempo, la violencia contra los funcionarios crece, mientras los militares son utilizados para una operación ridícula en un antro menor o para sacarse la foto en el INE.
Por otra parte, el fracaso en la movilización debe preocuparnos. Es la única relación hoy entre el gobierno y la población, más allá del depósito mensual o bimestral. Una vez destruido el sistema de salud, gravemente deteriorado el educativo, sin capacidad alguna de gestión pública, no encuentro otra conexión entre los asaltantes en el poder y eso que llaman “pueblo”. Conforme el deterioro económico y político avanza, esa falta de conexión puede convertirse en algo dramático.
En tercer lugar, el nuevo Poder Judicial, ilegítimo después de esta elección, pero además, replicando a su progenitora, excluyente, indisciplinado e incompetente, significa que no habrá ningún mecanismo de resolución pacífica de disputas de ahora en adelante. Conforme esto sea evidente para la población, aparecerá (o más bien, crecerá) el mercado negro de impartición de justicia, es decir, el oligopolio de la violencia en proceso de legitimación que hace unos días le mencioné.
La estulticia es tanta que no han podido entender que, conforme destruyen los mecanismos de intermediación, cavan su tumba. El poder absoluto implica responsabilidad absoluta, y en estos tiempos eso prácticamente garantiza una derrota indigna.
Como decía mi abuela, que con su pan se lo coman.