Como usted sabe, después de una elección antidemocrática, en la que no se cumplieron las reglas mínimas de equidad, se orquestó desde la Presidencia un golpe de Estado, auxiliado por los tres magistrados venales del Tribunal Electoral, para dar a Morena una representación que no ganó en las urnas. Se completó con la extorsión, chantaje y cobardía de un puñado de legisladores. Con esa mayoría artificial, se ha destruido al Poder Judicial y a órganos autónomos.
La hegemonía de Morena no es un estado estable, porque su respaldo ciudadano a duras penas llega a la mitad, y además por las características que ya hemos mencionado: es un movimiento excluyente, indisciplinado e incompetente. Eso no significa que estén dispuestos a dejar el poder pronto, ni mucho menos. Significa que, por mantenerlo, hundirán la economía, la salud, la educación, la seguridad… exactamente como han hecho desde 2018.
Ese proceso de deterioro paulatino, como en el famoso cuento de las ranas que hierven, es difícilmente perceptible por una población poco interesada en la cosa pública. La elección pasada es evidencia de ello; la popularidad actual lo refrenda.
Veo sólo dos eventos que cambiarían el rumbo: una crisis económica profunda o una implosión política por disputas internas del grupo en el poder. Para mala fortuna de Morena, estos dos eventos, poco probables hace unos meses, son ahora amenazas latentes.
Aunque me parece claro que estamos ya en una recesión, no se trata de una crisis profunda, ni mucho menos. No es eso lo que pondría a Morena en riesgo. La amenaza viene de otro lado: las finanzas públicas. Ya sabe usted que la deuda alcanzó 51.4 por ciento del PIB en diciembre, que parece una cifra pequeña comparada con las deudas de otros países. En nuestro caso, sin embargo, el límite es mucho menor, debido a nuestra escasa capacidad de recaudación. Para las agencias calificadoras, el gobierno mexicano no puede endeudarse por encima de 55-60 por ciento del PIB. Hacerlo implicaría perder el grado de inversión, y eso sí provocaría una crisis profunda.
Para no seguir incrementando la deuda, el gobierno tendría que reducir sus gastos, porque no tiene forma de incrementar ingresos rápidamente. No puede hacerlo porque el origen del problema es la causa de su triunfo: la compra de votos con dinero público. Su esperanza es que la economía crezca, para que la deuda se diluya, o que el pago de intereses sea menor. Por eso el Banco de México bajó 50 pb la tasa de referencia. No alcanza con eso, y no va a crecer la economía. La probabilidad de que la deuda llegue a 55 por ciento en este año no es pequeña.
Pero si las cosas eran complicadas, con la llegada de Trump 2.0 el riesgo ha crecido sustancialmente. No por la amenaza vacía del arancel general de 25 por ciento, sino por la posibilidad de tarifas menores a sectores específicos, que sí pueden imponerse. En una economía débil, bajo un entorno político y jurídico incierto, un pequeño empujón puede ser suficiente.
De la misma fuente viene un riesgo mayor: Trump quiere cabezas para celebrar un triunfo sobre el crimen organizado. No de simples capos, sino de políticos involucrados, como lo dijo en su decreto de 25 por ciento que no aplicó. No creo que haya duda del apoyo de los criminales a los golpistas en las elecciones. Tampoco del involucramiento de gobernadores, legisladores y de aquel asiduo visitante de Badiraguato. La probabilidad de la implosión no es cero.
No creo que esto sea motivo de celebración para nadie. El golpe de Estado, desde su preparación, dejó un páramo político en México. No tenemos los mecanismos de intermediación para reemplazar de golpe al poder hegemónico. Su derrumbe, que veo probable, no sería sencillo de administrar.
Si Sheinbaum realmente espera unidad nacional, le urge quitarse cadenas. Las mentales y las otras.