El brutal asesinato, a sangre fría y en plena luz del día, de Ximena Guzmán y José Muñoz —dos de los colaboradores más cercanos de Clara Brugada—, perpetrado por un sicario mientras se desarrollaba la conferencia mañanera, envía una señal de alarma tanto al gobierno capitalino como al federal. Este hecho evidencia el alcance de la violencia y la vulnerabilidad de todos ante ella.
El problema es real y no puede minimizarse, por mucho que se insista en que los índices de criminalidad van a la baja. Tan es así que, en todas las encuestas, la inseguridad es la principal preocupación de la ciudadanía. La ejecución de estos jóvenes funcionarios y la manera en que, visiblemente consternado, Omar García Harfuch informó a la presidenta ante los ojos de quienes seguían la mañanera, amplifica esa percepción.
Al momento de escribir esta columna, aún no se ha establecido un móvil ni identificado a los autores del doble asesinato. Las autoridades capitalinas señalan que no hay vínculo confirmado con el crimen organizado. Sin embargo, lo conocido hasta ahora dibuja un panorama inquietante: fue un ataque directo y cuidadosamente planeado, con considerable inversión de recursos humanos, logísticos y materiales. El lugar fue previamente vigilado y al menos cuatro personas participaron. El agresor esperó a que las víctimas estuvieran juntas para dispararles y huyó en motocicleta, mientras los demás usaron vehículos robados con números de serie alterados para facilitar la fuga.
Toda la planeación y precisión del ataque conduce naturalmente a pensar que se trató de un crimen perpetrado por sicarios profesionales al servicio de una organización criminal dispuesta a desafiar al Estado. Las investigaciones confirmarán si ese fue el caso. Por lo pronto, esa es la lectura predominante que permea buena parte de lo que se dice y escribe tanto en México como en Estados Unidos, lo que deja no solo al gobierno de la Ciudad de México, sino a la propia presidenta Sheinbaum en una posición muy comprometida.
Como mínimo, este crimen descompone la narrativa de que la delincuencia va en descenso y de que la nueva estrategia contra el crimen organizado está dando resultados. En el caso concreto de la Ciudad de México, derriba la idea de que estaba a salvo de este tipo de violencia y refuerza la percepción de que, como en el resto del país, aquí también el territorio se disputa entre organizaciones criminales rivales. Más ampliamente, le abre un frente al gobierno al dar pie a que se diga, como ya sucede, que es precisamente la presión creciente del gobierno sobre los grupos criminales lo que está generando este tipo de reacciones.
No cabe duda de que Sheinbaum ha optado por una estrategia contra el crimen organizado muy distinta a la de “abrazos, no balazos” de López Obrador. Los informes periódicos sobre miles de detenidos, toneladas de droga asegurada y armas confiscadas dan cuenta de ese cambio. Lo que no queda claro, ante los ojos de los críticos, es en qué se diferencia esta estrategia de la guerra contra el narco de Felipe Calderón, que tanta violencia generó.
La lectura desde Estados Unidos no es menos preocupante. Apenas unas horas después de la doble ejecución en la Ciudad de México, Marco Rubio afirmó, durante una comparecencia ante la Cámara de Representantes, que este hecho demostraba que la violencia política en México es real y que su país quiere ayudar a combatir al crimen organizado. Para un gobierno como el de Trump, “ayudar” puede significar cualquier cosa: desde la coordinación hasta la imposición. Nada que dé pie a que se argumente, del otro lado de la frontera, que México necesita “ayuda”, es una buena noticia, ni para el gobierno ni para el país.
En la conferencia matutina de este jueves, la presidenta pidió a todos, “incluido Marco Rubio”, no adelantar conclusiones. Aunque eso es, por supuesto, lo deseable, en el mundo de las percepciones lo inevitable es que se impongan las interpretaciones. Por el contexto en que ocurre el doble asesinato, la forma en que fue planeado y ejecutado, e incluso el momento preciso en que se cometió, la lectura que hoy domina es la de un acto perpetrado por una organización criminal dispuesta a desafiar, al menos, al gobierno de la Ciudad de México, si no es que también al federal, cuya capacidad de respuesta también está a prueba.
Solo las investigaciones podrán esclarecer lo ocurrido y poner en su justa dimensión este crimen. Al final, es posible que se concluya que no hubo vínculo con el crimen organizado. Pero incluso si se confirma la hipótesis predominante, llegar a conclusiones firmes y castigar a los responsables será, en sí mismo, una prueba de que el Estado puede responder. Por eso es tan importante que este caso no quede impune, como lamentablemente ocurre con muchos otros.