Hace un año aproximadamente, Lionsgate, el estudio responsable de películas como John Wick y Los Juegos del Hambre, firmó un acuerdo con Runway AI, una empresa enfocada en la creación de “digital assets” mediante inteligencia artificial. La idea era simple y poderosa: acelerar la producción audiovisual usando modelos generativos que pudieran reducir los costos de manera exponencial.
Un año después, el experimento parece haberse topado con la realidad. Según reportes de medios como The Wrap, la calidad de las piezas generadas usando únicamente los activos de Lionsgate no alcanza el estándar visual necesario para una película de estudio. Lo interesante no es tanto el tropiezo, sino lo que revela: incluso con un catálogo enorme de producciones, no hay suficientes datos para crear una IA que produzca resultados cinematográficos convincentes.
Ahí está el verdadero misterio que muchos aún no entienden sobre la inteligencia artificial: su poder no proviene de la inspiración ni del código brillante, sino de la escala brutal de los datos. Para que un modelo genere imágenes o videos con realismo, necesita millones de ejemplos variados; necesita absorber, comparar y sintetizar más información de la que cualquier estudio posee en solitario. Sin esa masa crítica, lo que se obtiene son resultados mediocres, imitaciones que no llegan a emocionar.
Esto plantea un dilema interesante. Si los estudios de Hollywood no están dispuestos a compartir o licenciar sus activos, será muy difícil que desarrollen modelos competitivos. Pero si lo hacen, entran en un terreno peligroso: el de la propiedad intelectual. Un estudio puede entrenar sus propios modelos con su propio material, pero si el modelo fue preentrenado con obras de otros, la línea legal se vuelve borrosa. ¿Hasta qué punto un modelo “sabe” algo que le pertenece a otro estudio?
Y no se trata solo de estudios. Los actores, músicos y artistas visuales han comenzado a librar sus propias batallas. Muchos descubren que su rostro, su voz o su estilo pueden ser replicados con una precisión inquietante, sin su consentimiento. En Hollywood ya existen demandas y negociaciones sobre el uso del likeness: la posibilidad de que un estudio use una copia digital de un actor, incluso después de su muerte, o lo inserte en nuevas escenas sin pagarle por su tiempo. El conflicto entre creatividad y control nunca había sido tan literal: la IA convierte la identidad en dato.
Paradójicamente, esta misma tecnología podría abrir oportunidades para países con presupuestos reducidos. En lugares como México, donde los efectos especiales o los escenarios digitales suelen estar fuera del alcance financiero, la IA podría nivelar el campo de juego. Imagina un director independiente en Guadalajara que puede recrear batallas o mundos fantásticos sin gastar millones de dólares. Esa promesa —si se maneja con ética y claridad legal— podría revitalizar un cine que lleva años buscando competir no con dinero, sino con ingenio.
El caso Lionsgate-Runway AI es, en el fondo, una metáfora del momento que vive la industria: un recordatorio de que la IA no reemplaza la creatividad, pero tampoco funciona en el vacío. Sin datos no hay magia. Y quizá, más pronto que tarde, el verdadero desafío del cine no será crear con inteligencia artificial, sino decidir con quién compartir los sueños digitales del futuro.