Finanzas e Inteligencia Artificial

El tropiezo de GPT-5 y lo que realmente sigue para la inteligencia artificial

GPT-5 fue presentado como un vistazo a la inteligencia general. Lo que en realidad recibieron los usuarios fue una mejora incremental: un poco mejor en planeación, un poco menos proclive a inventar datos, pero nada revolucionario.

El tan esperado GPT-5 de OpenAI llegó este mes con el tipo de espectáculo que normalmente se reserva para las grandes revoluciones tecnológicas. Sam Altman, su director general y una de las figuras más visibles de Silicon Valley, había insinuado que podía ser un paso hacia la AGI—la llamada “inteligencia artificial general” que supuestamente rivalizaría con el pensamiento humano. Pero lo que vimos fue otra cosa: un lanzamiento marcado por el exceso de confianza, errores vergonzosos y la eliminación repentina de un modelo, GPT-4o, al que los usuarios ya se habían encariñado. En vez de triunfo, lo que emergió fue un retrato de la arrogancia.

Las gráficas de la presentación se convirtieron en el símbolo de esa soberbia. No fueron distorsiones sofisticadas para engañar a nadie; fueron simplemente malas gráficas. Ejes mal alineados, escalas inconsistentes, visualizaciones que confundían más de lo que aclaraban. Los expertos no tardaron en calificarlas como “crímenes gráficos”, y el propio Altman tuvo que admitir que se trataba de errores. Pero el daño ya estaba hecho. Si la empresa que dice estar construyendo la inteligencia más avanzada del planeta no puede hacer bien algo tan básico como una gráfica, ¿qué tanta fe podemos tener en sus promesas más grandes?

Después vino la reacción de los usuarios. El enojo no fue por puntos en un benchmark ni por tecnicismos. Fue por la desaparición repentina de GPT-4o, un modelo que se había convertido en el favorito de muchos. No porque resolviera ecuaciones más rápido, sino porque se sentía más cálido, más cercano, incluso más amigable. La gente había empezado a generar un vínculo con él. Al eliminarlo de un día para otro, OpenAI recordó a todos que para ellos estos modelos son piezas de software reemplazables, mientras que para los usuarios ya eran algo más parecido a un compañero. La arrogancia no estuvo solo en lo técnico, sino en ignorar esa continuidad emocional que se había tejido en la vida diaria de la gente.

Finalmente, estuvo la brecha entre la promesa y la entrega. GPT-5 fue presentado como un vistazo a la inteligencia general. Lo que en realidad recibieron los usuarios fue una mejora incremental: un poco mejor en planeación, un poco menos proclive a inventar datos, pero nada revolucionario. Es como con los gráficos por computadora: cada año aumenta la potencia de procesamiento, cada año las imágenes se ven más nítidas, pero llega un punto en que el ojo humano apenas percibe la diferencia. El salto de los primeros juegos en 3D, cuadrados y básicos, a las imágenes cinematográficas de hoy fue dramático; el salto de la consola de este año a la del próximo es casi imperceptible. GPT-5 está en esa segunda categoría. La historia no es que haya fallado, sino que OpenAI quiso vender una meseta como si fuera una cima.

Y, sin embargo, esa meseta puede ser la verdadera oportunidad. Si la inteligencia artificial entra en una etapa de avances incrementales en vez de saltos dramáticos, el momento de actuar es ahora. Empresas, gobiernos y escuelas deberían dejar de esperar la llegada mítica de la AGI y empezar a construir alrededor de las herramientas que ya tenemos. Un colegio, por ejemplo, no necesita “inteligencia a nivel humano” para transformar la enseñanza. Con los sistemas actuales, un profesor puede generar planes de clase personalizados en minutos, adaptar lecturas al nivel de cada alumno o dar retroalimentación instantánea sobre ensayos, liberando tiempo para la parte humana de la enseñanza que ningún modelo puede reemplazar. La verdadera revolución no vendrá del ruido ni de la soberbia, sino de quienes sepan aprovechar este momento, trabajar con lo que ya está aquí e integrar la IA en el tejido de cómo vivimos y trabajamos.

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