«The important thing is not the destination, but the journey». La frase suena a cliché, pero de pronto se siente amenazada.
La semana pasada un influencer en LinkedIn presumía que ya no necesita leer libros: ChatGPT se los resume. Otro aseguraba que aprender a programar será irrelevante porque la IA escribirá cada línea de código. Es tentador: ¿para qué invertir horas en 400 páginas o depurar una función recursiva si un prompt te lanza el resumen o el script en segundos?
Sin embargo, el progreso humano siempre se ha apoyado en el proceso. Construimos aviones porque generaciones de ingenieros aprendieron, experimentaron y heredaron principios de sustentación, metalurgia y control. Si eliminamos la curva de aprendizaje, la siguiente generación pierde algo más que datos: pierde la estructura mental—el hábito de organizar el tiempo, de pensar en capas, de defender una teoría—que permite empujar los límites.
Piensa en cualquier oficio. El carpintero novato clava cientos de juntas imperfectas antes de dominar las estructuras mas exquisitas. Lo valioso no es el cajón final, sino el conocimiento tácito que se incrusta en la memoria muscular. La IA puede automatizar el corte, pero todavía no transmite el instinto para elegir la veta o compensar la humedad estacional.
Por eso imagino la IA como un exoesqueleto que potencia nuestras capacidades en lugar de atrofiarlas. Cuando se usa bien, un modelo generativo revela caminos alternativos, acelera la retroalimentación y democratiza la mentoría. Pero esos beneficios emergen solo cuando el usuario trae consigo un alfabeto mínimo. Pídele a GPT un sistema listo para producción sin entender la gestión de dependencias y sembrarás bugs costosos; pídele que diagnostique un problema de negocio sin primeros principios de economía y pondrás en riesgo la estrategia.
Las escuelas, los bootcamps y los autodidactas necesitan equilibrar el plan de estudios. Aprovechar la IA para ahorrar ejercicios mecánicos, sí, pero dedicar el tiempo liberado a discutir conceptos, validar hipótesis y contar las historias de error que todos vivimos al programar con un asistente que a veces se inventa funciones. La evaluación debería mirar el camino, no el resultado: cómo se diseñó el prompt, cómo se verificó la salida, qué dilemas éticos se consideraron.
No dejamos de construir andamios porque aparecieron las grúas; rediseñamos el andamio para que más gente suba. Del mismo modo, no abandonemos la escalada intelectual. Sigamos leyendo, programando, preguntando; dejemos que la IA sostenga la escalera mientras alcanzamos la siguiente cornisa.