Juan Antonio Garcia Villa

La lección del Monte de las Cruces

Juan Antonio García Villa recuerda la Batalla del Monte de las Cruces, el instante decisivo en el que Miguel Hidalgo tuvo en sus manos la toma de la capital, pero su sorpresiva retirada prolongó once años la guerra de independencia.

Ayer, 30 de octubre, se cumplieron 215 años de un hecho histórico que hasta la fecha discuten los especialistas. El acontecimiento ocurrió en el llamado Monte de Las Cruces, sitio localizado a menos de 45 kilómetros de la capital en dirección a Toluca.

Escribe don Lucas Alamán que el sitio recibió ese nombre “porque, siendo paraje en que eran frecuentes los ataques de bandidos, había muchas cruces que, según la costumbre del país, señalaban los lugares en que habían sido muertos por ellos algunos pasajeros”.

Pues bien, en tal lugar se enfrentaron en memorable batalla las fuerzas insurgentes al mando del cura Hidalgo y tropas virreinales. Estas últimas estaban integradas por alrededor de dos mil elementos, incluidos varios cientos de supuestos voluntarios aportados por hacendados del rumbo. Casi todos eran mexicanos, excepto los altos mandos, que eran españoles.

Por el lado de las huestes de Hidalgo, en número más o menos similar al de los realistas, se contaban soldados que se habían unido a la causa insurgente en Guanajuato, Celaya y Valladolid (hoy Morelia).

Entre los insurgentes venía un indeterminado número de indígenas: 40 mil de acuerdo a la estimación de Fray Servando Teresa de Mier, 80 mil según don Lucas Alamán y más de 100 mil que “venían en tumulto”, conforme al cálculo de Lorenzo de Zavala. Cualquiera que haya sido su número real, la cifra era impresionante.

Las tropas insurgentes, al mando operativo de Ignacio Allende, obtuvieron una aplastante victoria. Las primeras escaramuzas de esa batalla dieron inicio a las ocho de la mañana de aquel 30 de octubre de 1810.

A las once se generalizaron las acciones. Cerca de las trece horas las tropas virreinales empezaron a replegarse y antes de las cinco de la tarde emprendieron la retirada rumbo a la gran ciudad, a la que entraron el día siguiente completamente derrotadas.

Ya se imaginará el lector la conmoción que causó en la capital del Virreinato, a la sazón con “más de 140 mil habitantes”, según Teresa de Mier, la noticia sobre la estrepitosa derrota del ejército español, que se conoció desde la tarde del mismo día 30.

Se sabía asimismo que la gran ciudad estaba prácticamente sin defensa militar y que las tropas de apoyo, situadas en Querétaro y Veracruz, no llegarían tan rápidamente como para impedir la toma de la capital por los insurgentes.

El propio día 30, Hidalgo llegó hasta Cuajimalpa, a escasas cuatro leguas de la Ciudad de México.

Escribe Alamán que los miles y miles de elementos que seguían a Hidalgo venían “armados de lanzas, piedras y palos, tan prevenidos para el saqueo de México, que (hasta) traían sacos para llevarse lo que cogiesen”.

Carlos Ma. Bustamante y José María Luis Mora, personajes célebres e historiadores de la época, incluyeron en sus obras conmovedores relatos acerca del estado de agitación, el desasosiego, la enorme pesadumbre que invadió a la población de la Ciudad de México desde la misma tarde del día 30 de octubre.

Describen ambos los dramáticos y desesperados esfuerzos que apresuradamente tuvieron que realizar los vecinos acaudalados, así españoles como mexicanos, para ocultar sus riquezas donde mejor pudieron, en monasterios, en conventos, pues tenían conocimiento de los grandes excesos en que los insurgentes habían incurrido en las poblaciones por las que habían pasado.

Escribe Mora que “ningún hombre medianamente acomodado, por mucho que fuese su afecto a la independencia, deseaba la entrada de Hidalgo a México”.

El cura de Dolores intentó negociar la rendición del virrey Venegas, pero no lo logró. De haberlo así resuelto, con la mayor facilidad habría tomado la capital del Virreinato, lo que “hubiera sido —escribió Zavala— la señal del triunfo en todo el territorio”. Aunque seguramente en medio de un baño de sangre, además del saqueo.

Para sorpresa de todos y gran disgusto de Allende, quien quería tomar la Ciudad de México, el 2 de noviembre Hidalgo ordenó la retirada.

“Muy poco —reflexionó Zavala— se necesitaba saber para aprovecharse de unos momentos tan preciosos, de una ocasión que (en el curso de la guerra) no se volvería a repetir”.

El resto de la historia ya lo conocemos. Luego de esa sorpresiva, discutible retirada, siguieron once largos años de permanente derramamiento de sangre antes de alcanzar la independencia.

¿Se equivocó Hidalgo? ¿Estaba Allende en lo correcto? Qué difícil saberlo. ¿Cuál es la lección que dejó al país este episodio de su historia? Parecería que ninguna.

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