Juan Antonio Garcia Villa

La grotesca elección que a nadie engaña

La elección de los juzgadores será un fracaso y si el gobierno trata de ocultarlo o, peor aún, de consumar algún fraude, puede ser de consecuencias que ahora ni siquiera imaginamos.

La llamada reforma judicial fue incorporada a la Constitución mediante un proceso tortuoso, por decir lo menos. Nadie que procure ser objetivo y tenga presente los antecedentes que la originaron podrá válidamente negar que tal reforma obedece a una evidente venganza del Ejecutivo contra el Poder Judicial.

Nada explica mejor el origen de ese afán de venganza que aquella infortunada frase del anterior presidente, el del primer piso, de “no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley”. Definió a través de esta frase de manera clara, breve y contundente el gran malestar —el enojo, la irritación— que a López Obrador le causaban las resoluciones y sentencias que no eran de su agrado, dictadas en sus diversas instancias por el Poder Judicial.

De ahí sus frecuentes reacciones iracundas y violentas en las mañaneras, en las que, sin recato alguno, como si no fuera el jefe del Estado mexicano, utilizando los medios de difusión gubernamentales y con andanadas de insultos, sin detenerse en la revelación de datos personales protegidos por la ley, despotricaba contra jueces, magistrados y aun ministros de la Suprema Corte. Salvo en los casos de gobiernos abiertamente dictatoriales, como los encabezados por Maduro, Putin, Daniel Ortega y similares, ¿en qué otros países proceden de esa manera un jefe de gobierno? En México, lamentablemente.

De la vociferación pasó a la acción. El 5 de febrero del año pasado, para mayor escarnio, justo en la fecha del aniversario de la promulgación de la Constitución mexicana, López Obrador presentó al Congreso un lote de veinte iniciativas, casi todas de reformas a la propia Carta Magna, entre éstas la de la llamada reforma judicial.

Seguramente los extranjeros especialistas en temas constitucionales que hayan revisado esa iniciativa no podían dar crédito a lo que sus ojos leían. De hecho, algunos así lo expresaron abiertamente, incluidos no pocos del ámbito académico. Bueno, ni siquiera los de Bolivia, único país en el mundo que hace poco más de una década aprobó una reforma similar, misma que ha derivado en sonoro fracaso y de la que ahora se arrepienten algunos que inicialmente estuvieron de acuerdo, pueden ellos creer lo que en México ha ocurrido. Y eso que la boliviana no llegó a los extremos de insensatez de la mexicana.

Sin embargo, la iniciativa de López Obrador fue solo el principio. Luego en el proceso legislativo afloraron pifias, errores, ‘lagunas’ y contradicciones, junto con la consigna del oficialismo de no moverle al texto del dictamen ni una sola coma. Posteriormente, vino su aprobación por los peores métodos, incluidos los de corte gangsteril.

No se tiene referencia de que alguna enmienda constitucional de este calibre se haya aprobado de manera tan tortuosa, porque no fue solo en un ambiente de gritos y sombrerazos —como ahora ya es usual— sino mediante la cooptación, las amenazas y el chantaje. Lamentable precedente.

A pesar de la ausencia de normas reglamentarias que hagan aplicable (es un decir) la llamada reforma judicial; no obstante el complicado y notoriamente errático proceso instaurado para llevar a cabo la elección mediante voto popular de jueces, magistrados y ministros; a pesar del insuficiente presupuesto asignado a la autoridad electoral para realizarlo con un aceptable estándar de calidad y la generalizada confusión pública que prevalece, el oficialismo está obstinado en que esas elecciones se celebren el próximo 1 de junio.

Serán un fracaso y si el gobierno trata de ocultarlo —como de hecho ya lo hace— o, peor aún, de consumar algún fraude monumental por su alcance, puede ser de consecuencias que ahora ni siquiera imaginamos.

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