Contracorriente

¿Domesticar el capitalismo?

A Donald Trump se le reconoce su papel como destructor del neoliberalismo que impulsó el Consenso de Washington, pero se sabe que el mezquino nacionalismo que profesa no ofrece ninguna esperanza.

Tan profundamente errónea es la forma en que vivimos hoy, decíamos en nuestra colaboración anterior, que las formas políticas y diplomáticas para asegurar la coexistencia internacional pacífica se han complicado demasiado, y es baja la esperanza en que vendrán tiempos mejores; ambos temas son motivo de aflicciones en sectores razonablemente bien informados de todas las naciones, lo que llevó a la Asamblea General de la ONU a dedicarles un día internacional, el 28 de enero de cada año a la coexistencia pacífica y el 12 de julio a la esperanza.

El tema de fondo es la demostrada incapacidad de gobiernos e instituciones internacionales para seguir rutas alternativas al neoliberalismo que pudieran conducir hacia una economía estable, equitativa, ambientalmente sostenible y socialmente más justa.

La llegada de Trump a la Casa Blanca ha elevado el nivel de discusión para imaginar alternativas, particularmente en Europa, no solo en la academia, sino entre el público en general a través de la prensa televisiva y escrita; a Trump se le reconoce su papel como destructor del neoliberalismo que impulsó el Consenso de Washington, pero se sabe que el mezquino nacionalismo que profesa no ofrece ninguna esperanza.

Por el contrario, con sobradas razones se comenta que las políticas de Trump acentuarán el colapso ambiental y las desigualdades sociales en aras de favorecer a las grandes corporaciones tecnológicas de Estados Unidos —las siete magníficas (Apple, Microsoft, Alphabet, Amazon, Nvidia, Meta y Tesla)— en su lucha por evitar que sea China la que gobierne el cambio tecnológico en proceso.

En la discusión abierta sobre alternativas a la policrisis que vivimos, hay que hacer una obligada distinción entre las dos premisas mayores de las que parten las argumentaciones: una asume que el capitalismo tiene que ser y puede ser reformado para que retome la senda progresista que mantuvo durante el cuarto de siglo posbélico, mientras que la posición contraria es que el capitalismo es incapaz de redimirse.

Los reformistas abogan por corregir los fracasos y desigualdades del capitalismo «rentista, financiero, especulativo», los del capitalismo «extractivo» y del capitalismo “que ignora el bienestar y la suerte de la población”. Un autor predilecto de esta corriente es Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001.

Stiglitz, crítico a fondo del neoliberalismo, ha declarado y escrito que las cosas no tienen que ser como son, que hay una alternativa que es el capitalismo progresista en el que, como en los años 50 y 60 del siglo pasado, el poder del mercado esté al servicio de la sociedad.

Lo que habría que vencer, considera Stiglitz, son los “intereses creados” por los monopolistas y los banqueros; en su libro “Camino a la Libertad” escribe Stiglitz que “la forma de capitalismo que hemos visto en los últimos 40 años no ha funcionado para la mayoría de la gente. Debemos tener un capitalismo progresista. Tenemos que domesticar el capitalismo y redirigirlo para que sirva a nuestra sociedad” con un buen gobierno de corte keynesiano.

Los que no creen que el capitalismo se redima a sí mismo rebaten argumentando que habría que entender cómo fue que ese capitalismo progresista de la década de 1960 llegó a ser reemplazado por el capitalismo neoliberal, extractivo y financieramente rentista de ahora.

¿Cómo fue que, si todo iba bien bajo la gestión global de las instituciones de Bretton Woods (el FMI, el Banco Mundial, la OMC), el neoliberalismo y el rentismo financiero tomaron el relevo a partir de los años ochenta del siglo pasado y el capitalismo dejó de ser «progresista»? ¿Cómo fue que entró en sucesivas crisis y las desigualdades de todo tipo aumentaron, que nada se ha podido hacer para mitigar el calentamiento global y los conflictos globales se multiplican?

¿Cómo fue que las utilidades en mercados financieros y la especulación atrajeron inversiones que abandonaban las actividades productivas? ¿Por qué las grandes corporaciones transnacionales emprendieron la desindustrialización del norte global en la búsqueda de mano de obra barata en el sur global?

El economista británico Michel Roberts da respuesta a todas esas preguntas con sus estudios e investigaciones, que lo llevan a asegurar que el tema más importante para comprender las crisis capitalistas y los movimientos observados del capital productivo al financiero y la concentración en grandes corporaciones transnacionales, haciendo que sus manufacturas se realicen en el sur global, es la tendencia al declive de las utilidades del capital productivo a partir de la década de 1970.

Las estadísticas de las inversiones en actividades manufactureras e industriales, elaboradas durante décadas por Roberts, probarían, en efecto, la tendencia al declive de su tasa general de utilidades (aunque algunas empresas agigantan sus ganancias), lo que constituye una poderosa explicación de las crisis que vivimos y sugiere algunas condiciones de cualquier modelo alternativo.

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