Trump esencialmente se dedica a destruir. Destruye alianzas, acuerdos comerciales, instituciones, leyes, equilibrios, personas, derechos, opositores y lo que se le antoje. Es un personaje que entiende que, entre más atemorice, rompa y aniquile, acumulará mayor poder personal.
Hay dos formas de entender el poder. Poder para dominar, controlar, sujetar, aplastar o poder para potenciar, posibilitar, construir. El primero da poder al que lo ejerce; el segundo ayuda a expandirlo y distribuirlo a la sociedad. Es la diferencia entre el poder autoritario y el poder democrático.
Malos tiempos para la humanidad cuando predomina el uso destructivo del poder en beneficio de unos cuantos autócratas y quienes los acompañan.
El lenguaje crea mundos y realidades. Trump y Musk están enfebrecidos en una cruzada para modificar el mundo a partir de la propaganda (su objetivo no es el diálogo, formato propio de la conversación democrática). Es una operación masiva de lavado de cerebro.
Buscan crear no solo un mundo a su imagen y semejanza, sino fundamentalmente uno útil a sus intereses y sueños de grandeza.
La estrategia es abrumar, distraer, deprimir, paralizar, confundir a sus rivales, al mismo tiempo que alimentar a una base a la que arrojan carne roja para saciar sus instintos más primarios: racistas, clasistas, avariciosos, religiosos, conservadores o, como ha pasado con las minorías hispanas y negras, su deseo por ser aceptados y pertenecer como bálsamos para sus carencias y cicatrices.
En este torbellino de los primeros días, uno de los principales objetivos ha sido destruir al aparato gubernamental de Washington D.C., lugar de residencia de los votantes más antitrumpistas del país.
Basta analizar el resultado obtenido por Trump para entender sus ánimos de revancha. En las elecciones presidenciales del Distrito de Columbia, Kamala Harris obtuvo el 90.28% de los votos, mientras que Trump solo el 6.47%. Este abismo está muy lejos de lo que fue la mayor distancia a favor del republicano, la cual se dio en el estado de Wyoming, donde el resultado fue Trump 71.60% y Kamala 25.84%.
Su primer paso fue intentar acabar con todas las subvenciones otorgadas por el gobierno federal a gobiernos estatales, organizaciones sin fines de lucro, universidades, empresas o individuos para financiar proyectos y actividades a favor del interés público. Una movida que afecta a todo el ecosistema de organizaciones y personas que viven gracias a esos apoyos. Trump quiere desgarrar ese tejido. Afortunadamente —por ahora— un juez ya detuvo esta embestida.
El siguiente paso ha sido la demolición de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), que brinda (¿brindaba?) asistencia al desarrollo a más de 100 países. Sin tocarse el corazón, suspende apoyos a la asistencia humanitaria, hambrunas, crisis sanitarias, protección de derechos humanos, cultura democrática, seguridad alimentaria, campañas de vacunación, calentamiento global, etc.
Todos los nombramientos para ocupar posiciones de poder se los están dando a figuras disruptivas que buscan demoler las instancias gubernamentales que les han sido encomendadas. Despidos, ofertas de retiro anticipadas, recortes de personal, amenazas ilustran lo que se vive hoy entre la fuerza laboral de la ciudad capital.
Trump no es el único Atila contemporáneo; otros liderazgos han encontrado en la destrucción la fuente de su poder. Putin con su invasión a Ucrania y asesinato de opositores, Erdogan con sus purgas masivas de funcionarios, jueces y críticos, Xi con su represión de minorías étnicas y religiosas, más la supresión de la autonomía de Hong Kong, Maduro con el encarcelamiento de opositores y un flagrante fraude electoral, Milei con su motosierra desmembrando el estado argentino, Bukele con la desaparición de los derechos humanos, Netanyahu demoliendo Gaza y a sus habitantes, Modi y el maltrato a los musulmanes, los talibanes con las restricciones extremas a mujeres y niñas, más un largo etcétera.
En el caso de México también estamos viviendo muchos de estos rasgos, especialmente enfocados a una demolición institucional más que a una transformación constructiva.
La primera y más clara señal de poder que experimentamos tras la elección de Andrés Manuel López Obrador fue la cancelación del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, mensaje clarísimo que anunciaba una vocación de destrucción.
Desde entonces, el exterminio de agencias gubernamentales, cuerpos profesionales, programas de gobierno, capacidades técnicas, instituciones, pesos y contrapesos ha sido la norma.
Proceso que se ha acelerado con la destrucción del pluralismo democrático (el agandalle de la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados), el desbalance en la Cámara alta (compra y/o extorsión de senadores), evaporación de contrapesos (desaparición de organismos autónomos) y algo que es el sueño de todo autócrata: borrar de un plumazo a todo un poder de la República y asegurar su sustitución con juzgadores afines.
La destrucción da poder al destructor, pero debilita enormemente a sus sociedades. A la larga es un poder para no poder.