Nada de los desafortunados eventos políticos que han sucedido en la gran carpa nacional durante los últimos meses puede ser interpretado solo como una “ocurrencia monumental”, ni pueden reducirse a la improvisación, a la incompetencia o a la ineptitud.
Por el contrario, si bien se reflexiona con un mínimo de observación racional, todo coincide con un esquema preconcebido, con avances paulatinos desde diversos frentes que se han ido articulando sobre un solo objetivo y con un direccionador central, solo en apariencia ajeno al tablero del juego político, pero con visibles operadores realizando jugadas de manera aparentemente autónoma y llevando agua a sus respectivas alforjas, sutil y delicadamente algunos y violenta, cínica y descaradamente otros.
Mientras la regeneración de la República se pregona como virtuosa, mediante la destrucción del Poder Judicial como órgano autónomo del Estado, la centralización se consolida paulatinamente y, de manera casi imperceptible, se trastocan profundamente principios fundamentales para la convivencia democrática enarbolando, paradójicamente, justificaciones democratizadoras.
El Barón de Montesquieu advirtió con sensibles argumentos y con base en la experiencia histórica la imperiosa necesidad de equilibrar el poder mediante la separación de las funciones del Estado, para neutralizar la tentación de la pérfida naturaleza humana, tendiente al absolutismo, proclive a la venganza y cargada de rencor.
Pero a la concentración del poder, mediante creativos malabares como los exhibidos durante la deslucida jornada para la elección de juzgadores con la que se coronó el proceso cuidadosamente calculado, se agrega un ingrediente estructural que se ubica, también de manera inédita, sobre la supremacía de las cortes, en teoría el máximo nivel jurisdiccional del Estado.
La creación del Tribunal de Disciplina Judicial que sustituirá al actual Consejo de la Judicatura y cuya función principal será la de garantizar que jueces y magistrados se desempeñen con respeto a la ley, ética y profesionalismo, implica, en la práctica, una merma sensible a la independencia judicial, toda vez que tendrá también, bajo su responsabilidad, la investigación de faltas graves en el ejercicio de la justicia. Es decir, será la instancia judicial encargada de juzgar a juzgadores, o sea disciplinarlos, de ahí su denominación, que no es mera ocurrencia.
Visto de esta manera, la corte del pueblo, ataviada con coloridos atuendos en vez de togas luctuosas, ya no será tan suprema, pues penderá sobre su cuello, cotidianamente, la espada justiciera que vigilará sus determinaciones y calificará la buena conducta de sus integrantes, que podrán ser llevados al banquillo si no se portan bien.
En todo caso, quizás también podría acusárseles con sus mamitas y sus abuelitos, es sugerencia.