Enrique Cardenas

Normalización de la autocracia

Es evidente que la reforma judicial, que tanto ha sido cuestionada dentro y fuera del país, tiene y tendrá un efecto pernicioso en la prosperidad futura de los mexicanos.

A unos días de la destrucción efectiva de la independencia del Poder Judicial, pareciera que, tomando la frase de Carlos Bravo Regidor, “estamos practicando la autocracia”. Y es que vale la pena recordar las implicaciones de la reforma judicial (y la inminente elección de jueces y magistrados) sobre nuestro régimen político, la economía y nuestras vidas cotidianas. De lo primero, mucho se ha dicho sobre la muerte de nuestro régimen democrático y el fin de un breve interludio de una democracia representativa que duró menos de treinta años. De la centralización del poder y su acaparamiento por el régimen priista se dio paso a una joven democracia que intentó construir instituciones que le dieran vida a un régimen democrático representativo. Lamentablemente, eso ya terminó. Hoy podemos decir que somos afortunados quienes vivimos ese proceso, y que atestiguamos la valiente defensa de la integridad e independencia de la Suprema Corte de Justicia por su presidenta Norma Piña, y un puñado de ministros de la Corte. Sus esfuerzos fueron en vano ante la determinación de Andrés Manuel López Obrador primero, y de Claudia Sheinbaum y su movimiento después, para destruir la división de poderes, las instituciones democráticas y afianzar un régimen autoritario con rasgos totalitarios. Así, la elección del 1 de junio de jueces y magistrados es un clavo más en el ataúd de nuestro fallido intento democrático.

En cuanto a sus implicaciones económicas, hay muchos países que funcionan con gobiernos autoritarios en lo político, pero sus regímenes son capaces de diseñar y mantener reglas que dan certidumbre a quienes invierten, nacionales y extranjeros. En esos casos, el impacto del autoritarismo político tiene poca relevancia para el desempeño económico en el corto plazo, aunque a la larga va en menoscabo de una mayor prosperidad. Pero cuando el régimen autoritario traspasa esa frontera y pone la ideología por delante, este comienza a tener un impacto negativo sobre la inversión y el apetito por invertir en ese país. Para atraer inversión, un gobierno autoritario de esa naturaleza tendrá que ofrecer garantías económicas, subsidios y otros beneficios a la inversión para que ésta se anime a llegar. Será más costoso y no todos querrán arriesgar su dinero. La inversión será menor y, por ende, la creación de empleo y de bienestar.

No estamos hablando de una hipótesis académica. Hay estudios serios que han demostrado esta relación inversa entre solidez institucional y respeto al Estado de derecho, y apetito para invertir. De hecho, ante los golpes al Estado de derecho, la violación de la ley por el expresidente mismo y por miembros del Poder Ejecutivo y Legislativo sin pudor alguno, la consecuencia en la inversión es evidente. Desde hace algunos años es notorio que la inversión en México, tanto nacional como extranjera, sigue aletargada; se trata más bien de reinversión de utilidades que de proyectos nuevos, y no vislumbran grandes inversiones a pesar de las promesas de empresarios al gobierno en el marco del Plan México. Por tanto, es evidente que la reforma judicial, que tanto ha sido cuestionada dentro y fuera del país, tiene y tendrá un efecto pernicioso en la prosperidad futura de los mexicanos.

Finalmente, dado que el acceso a la justicia es muy limitado y está frecuentemente ligado al poder económico, y que el problema de impunidad es crónico, poner la esperanza en la elección de los jueces es, en muchos sentidos, falaz y un engaño a la gente. Sabemos que la ineficacia de la procuración de la justicia, su impartición y hasta el sistema carcelario son piezas de una misma cadena de funciones y tareas en donde la falla de un eslabón echa por tierra todo lo demás. Por lo tanto, se deben atender sus causas y atacar sus inconvenientes de manera integral, que abarque a cada argolla de esa cadena, y que se diseñe e implemente un esfuerzo que atañe a los tres poderes de la Unión. Todos tienen su responsabilidad y su función en la solución del problema. Tal y como está planteada, la “reforma judicial” es una trampa que sirve más a intereses políticos para eliminar contrapesos al poder que para resolver un problema de la ciudadanía. Se trata de una farsa y de un mecanismo que no va a resolver ningún apuro de los ciudadanos, sino seguramente los va a empeorar.

Si en muchos años se había logrado cierta profesionalización del Poder Judicial Federal (y algunos poderes judiciales locales) que daba mayor certeza a quien tenía alguna querella judicial, si la gente había empezado a confiar en la Suprema Corte como garante de la constitucionalidad de las leyes, si había cada vez más respeto en las discusiones de la Corte como generadoras de legalidad, hoy todo eso lo perdemos los ciudadanos. Será necesario tener dinero para resolver asuntos judiciales cotidianos, será indispensable contar con un expediente políticamente “limpio” para tener esperanza de recibir un trato justo en los tribunales, será casi un “volado” defender y pelear por una causa justa, pues no habrá garantía alguna de un debido proceso. Todo eso lo padeceremos los ciudadanos de a pie.

Las implicaciones de la llamada “reforma judicial” son muy graves y, si bien han sido discutidas en la “comentocracia”, no han sido debatidas en las instituciones democráticas. La gente parece apática ante la votación del 1 de junio, quizás por pensar que ya no hay nada qué hacer y sin siquiera tener confianza en el conteo de los votos, o bien porque hemos seguido un proceso de normalización del autoritarismo de tal modo que el ánimo democrático ha perdido fuelle. Estamos practicando la autocracia.

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