La semana pasada, el expresidente Felipe Calderón hizo pública una carta, supuestamente sobre el veredicto en el caso “del ingeniero” García Luna (así se refiere a él, como si se tratara de una figura remota, con la que nunca hubiera tenido trato personal). La misiva es un ejercicio meramente retórico. Calderón elogia su propia gestión, la guerra contra el narco y las numerosas detenciones de capos, pero no dice nada en concreto de quien fuera su secretario de Seguridad. No intenta defenderlo, o por lo menos persuadirnos de que, en los seis años completos que estuvo en su gabinete, tuvo buenas razones para confiar en él.
En los hechos, desde el inicio del sexenio de Calderón, sobraban motivos para sospechar de malos manejos por parte de García Luna. Estuvo, por supuesto, el sonado montaje del arresto de Florence Cassez e Israel Vallarta, pero no sólo eso: los indicios de despilfarro en la Policía Federal y el enriquecimiento del propio secretario eran notorios. Ahora nos enteramos de que, desde la propia Policía Federal y el PAN, también hubo voces que buscaron alertar a Calderón. Aun así, por complicidad, por negligencia o por miedo –García Luna tenía a su disposición un gran aparato de inteligencia, que con toda seguridad hacía espionaje político– lo mantuvo en el cargo hasta el último día de su mandato.
El juicio y la sentencia contra García Luna, y el papel que Felipe Calderón, muy a su pesar, desempeña en el asunto, abren un debate necesario. El juicio, en mi opinión, tendrá un impacto positivo. Es un precedente importante, porque se logró romper el pacto de silencio que hasta ahora había amparado a las redes de alto nivel que históricamente han solapado a los grupos criminales más poderosos del país, especialmente al Cártel de Sinaloa. La maquinaria de la fiscalía norteamericana, con sus métodos cuestionables, pero eficaces, logró obtener testimonios incriminatorios y persuasivos de delincuentes, exfuncionarios mexicanos y agentes norteamericanos. Me parece que, tras esta demostración sobre hasta dónde puede llegar el Tío Sam, para algunos mandos del sector seguridad en México será menos atractivo que antes trabajar para el crimen organizado. En este tenor, lo deseable sería que las investigaciones continuaran, idealmente con la colaboración de los altos mandos que ya están en prisión al norte de la frontera, incluyendo al propio García Luna.
Sin embargo, la amenaza de una investigación y un juicio en Estados Unidos no bastará. Es cierto que muchos soldados, policías y agentes del Ministerio Público, tal vez la mayoría, trabajaron de forma honesta en tiempos de Calderón. Sin embargo, tampoco se puede tapar el sol con un dedo. El tráfico trasnacional de drogas, junto con los otros negocios multimillonarios de los cárteles, operaban en aquel entonces, igual que ahora, gracias a una enorme red de complicidades, simulaciones y silencios que necesariamente involucra a funcionarios públicos. Se trata de un problema estructural.
El caso del ingeniero García Luna es sólo un reflejo dramático de un fenómeno extendido que ya se ha documentado ampliamente. Actualmente, además de García Luna, están en prisión quienes fueran sus principales colaboradores. Es sabido que en la nómina de varios grupos criminales hay numerosos policías (corporaciones municipales enteras), militares y agentes ministeriales. El secretario de Defensa de Peña Nieto, Salvador Cienfuegos, también fue detenido en Estados Unidos, señalado de colaborar con el crimen organizado. Nunca probó su inocencia; el gobierno de AMLO hizo un berrinche diplomático tan grande que se logró su repatriación a México, donde fue exonerado sin mayor investigación. No podemos adelantar conclusiones sobre casos individuales, pero es evidente que los criminales, de forma sistemática, intentan sobornar e intimidar a autoridades, y que una parte no menor del aparato de seguridad y de justicia colabora con ellos en algún grado.
Esta formidable red criminal dentro del gobierno no va a desaparecer de la noche a la mañana. A lo que podemos aspirar es a contenerla y reducirla gradualmente. Para lograrlo falta una pieza importante. No, no me refiero a la consolidación de un aparato doméstico de inteligencia y de persecución penal que permita investigar y sancionar funcionarios corruptos dentro del país. Me temo que estamos todavía muy lejos de ahí.
La pieza que sí podríamos exigir desde ahora tiene que ver precisamente con aquello de lo que Felipe Calderón evita hablar: la responsabilidad política que el Presidente, y de forma análoga los gobernadores, tienen por la conducta de los mandos del sector seguridad, sean civiles o militares: tenerlos cerca, estar al tanto de cómo viven y tomar medidas ante conductas sospechosas. Desafortunadamente, hasta ahora, la norma entre los presidentes y los gobernadores ha sido hacerse de la vista gorda. Una cadena de irresponsabilidad, donde debería haber una cadena de mando. Calculan que, si se limitan a delegar y no se involucran demasiado, el día de mañana, cuando la podredumbre salga a flote, no podrán probarles nada, y todavía podrán clamar que ellos jamás negociaron ni pactaron con criminales.