Colaborador Invitado

Geoeconomía

La geoeconomía vuelve a ser un instrumento indispensable para entender no solo lo que pasa fuera, sino lo que ocurre dentro del país.

Hay palabras que parecen regresar del pasado justo cuando más falta hacen. La geoeconomía es una de ellas. Durante años vivió a la sombra de otras disciplinas, quizás por su incomodidad natural: demasiado política para los economistas, demasiado económica para los internacionalistas, demasiado estratégica para quienes piensan el mundo desde certidumbres teóricas. Pero hoy, cuando el mapa global se mueve bajo nuestros pies, la geoeconomía vuelve a ser un instrumento indispensable para entender no solo lo que pasa fuera, sino lo que ocurre dentro del país. Y ese redibujo del mundo, que en otros tiempos habría parecido ajeno, atraviesa de manera directa las decisiones que México tendrá que tomar este año y el próximo.

La esencia de la geoeconomía es simple: los países utilizan herramientas económicas —comercio, finanzas, energía, tecnología— para lograr objetivos políticos. La economía se convierte en un terreno donde las naciones negocian poder, influencia y seguridad. Esa idea se vuelve muy concreta cuando uno observa la manera en que las decisiones de la Reserva Federal condicionan el margen de maniobra del Banco de México, cómo la revisión del T-MEC en 2026 redefine incentivos de inversión, o cómo las sanciones energéticas internacionales alteran indirectamente el presupuesto público mexicano. Todo es geoeconomía en acción.

Una de las preguntas más inquietantes que plantea el análisis reciente es si acaso no hemos asumido por demasiado tiempo que el mundo era un espacio predecible. Su respuesta es clara: las certezas de hace diez o cinco años ya no aplican. Los datos muestran un aumento sostenido de la fragmentación económica internacional desde 2018: bloques que se separan, cadenas productivas que se acortan, finanzas globales que se vuelven herramientas de presión y no solo de inversión.

Este año, la política monetaria mexicana es un ejemplo perfecto de cómo la geoeconomía se cuela en los temas domésticos. He insistido en que el Banco de México navega siguiendo estrellas que se mueven. La tasa neutral —ese antiguo faro conceptual— dejó de ser fija para convertirse en una estimación cambiante, influida tanto por factores estructurales como por señales del exterior. Pero la geoeconomía añade una dimensión adicional: la postura monetaria mexicana ya no depende solo de la inflación interna. Depende también de la trayectoria de la Reserva Federal, más allá del tono de sus comunicados y de la tolerancia del mercado global hacia el riesgo y el apetito de inversionistas, y se traslada a los acontecimientos políticos de Estados Unidos como parte del riesgo implícito en México.

Algo similar ocurre en el comercio. La revisión del T-MEC en 2026 será uno de los episodios geoeconómicos más relevantes para la región en la próxima década. Aunque formalmente se presenta como un proceso técnico, su contenido será político. Estados Unidos llega con una agenda clara: mayor presión en energía, agroquímicos, acero, servicios digitales y cumplimiento regulatorio. México, en cambio, llega con fortalezas innegables —estabilidad macroeconómica, cuenta corriente sana, integración productiva— pero también con vulnerabilidades institucionales que inquietan a algunos sectores y que pueden convertirse en fichas de negociación. En este contexto, la revisión no es simplemente una oportunidad industrial: es un fenómeno geoeconómico que depende tanto de costos y logística como de confianza jurídica y coordinación estratégica.

El tema energético es otro espejo poderoso. La geoeconomía nos recuerda algo que a veces pasamos por alto: la política energética global no es un telón de fondo, sino una fuerza que altera de manera directa los ingresos públicos, la inversión en infraestructura y la percepción de riesgo soberano. En un mercado tan politizado, depender de los hidrocarburos es una estrategia que sugiere vulnerabilidad.

Y está también el peso. La apreciación sostenida reciente de la moneda ha generado fascinación dentro y fuera del país. Pero la geoeconomía obliga a leer ese fenómeno con cuidado. Una moneda fuerte no siempre es un síntoma de vigor interno; también puede ser un reflejo de condiciones externas extraordinarias: un dólar debilitado por decisiones de la Fed, un apetito global por rendimientos en mercados emergentes disciplinados y un entorno financiero internacional que premia la estabilidad relativa. Uno de los aprendizajes centrales de la geoeconomía es que las monedas son también instrumentos de poder y que los flujos financieros responden tanto a incentivos económicos como a tensiones políticas.

México entra en 2026 con fortalezas que no deben subestimarse: estabilidad macroeconómica, instituciones financieras sólidas, una banca central creíble y una integración comercial que muchos países desearían. Pero también entra con desafíos que solo pueden entenderse a la luz de la geoeconomía: una revisión compleja del T-MEC, un entorno global más volátil, presiones energéticas que no dependen de nosotros y decisiones de política monetaria condicionadas por nuevos actores externos.

Víctor Gómez Ayala

Víctor Gómez Ayala

Economista en jefe de Finamex Casa de Bolsa y Fundador de Daat Analytics

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