El Día de Muertos, es una tradición que se vive cada año entre el aroma del cempasúchil y el copal. En estos días nos reímos de la muerte, desfilamos con ella en las calles, la sentamos a la mesa, le ofrecemos comida y un trago de tequila. En los cementerios caminamos entre tumbas coloridas, entre el mole, el pan de muerto y las fotografías de quienes se fueron, recordándolos con la música que les guastaba en vida.
Es una celebración paradójica de la vida. Pero cuando uno camina entre las tumbas la mirada inevitablemente se desvía hacia las lápidas. Leemos las fechas. Un joven de 22 años. Un hombre de 58. Una mujer de 65.
Al mirar las lapidas y epitafios, subyace una pregunta fría, una pregunta de salud pública: ¿de qué murieron? ¿Fue la biología? ¿O fue el fracaso del sistema?
El análisis consolidado de las bases de datos de las Estadísticas de Defunciones Registradas por el INEGI, el Sistema Nacional de Información en Salud de la Secretaría de Salud, y del Boletín de Vigilancia Epidemiológica del IMSS, nos permite ir más allá del qué (las causas de muerte) para explorar el por qué (los fracasos en prevención, o en la calidad de atención) que define quién vive y quién muere en nuestro país.
El resultado de este análisis revela una verdad incómoda: el país padece una “dualidad epidemiológica”. Morimos, en realidad, en dos Mexicos distintos que coexisten trágicamente.
El primer México es el del conjunto de epidemias crónicas -la obesidad, la diabetes y la hipertensión- que actúan potenciándose unas a otras (sindemia metabólica). La mayoría de la población muere por causas que reflejan un fracaso de la prevención y el estilo de vida: enfermedades del corazón, diabetes y tumores malignos.
El segundo México es el de la violencia. Para un joven mexicano entre 15 y 44 años, la principal causa de muerte no es una falla del riñón o un infarto. Es por un acto de violencia. Estamos, por tanto, ante un evento de salud pública donde la intervención más urgente no es una vacuna o un hospital, sino la justicia y la seguridad.
Para entender estos dos Mexicos, analicemos la mortalidad en la Institución que esta más consolidada: el IMSS (Régimen Ordinario). Y aquí, los números revelan la doble contabilidad de la muerte en México.
¿Dónde mueren los derechohabientes del IMSS?
Los datos oficiales al 2024 son un diagnóstico en sí mismos. Ese año, la mortalidad total de los afiliados al IMSS, independientemente de dónde fallecieron fue de 304,516 defunciones. Sin embargo, las muertes ocurridas dentro de las instalaciones del IMSS (tasa operativa) fue solo de 35,793.
Esto quiere decir que casi 268 mil afiliados al IMSS en 2024 murieron fuera del sistema que debía cuidarlos. Murieron en sus casas, víctimas silenciosas de la “sindemia metabólica” mal controlada; murieron en la calle, víctimas de esa otra epidemia de violencia; o murieron en otros hospitales buscando quizás la atención médica no encontrada (Datos de los registros de los certificados de defunción del INEGI).
Pero la verdadera tragedia es la “nueva normalidad” posterior a la pandemia y que estamos viviendo en nuestros días.
La tasa de defunciones por cada100 mil DH no regresó al nivel prepandémico (368 en 2019). Se ha estabilizado en un escalón más alto: 393 en 2024. Este es el “daño estructural”: la “factura” de salud que dejó el rezago en la atención de enfermedades crónicas durante la crisis de la pandemia.
Y aquí viene el dato que merece una reflexión profunda. La tasa operativa intrahospitalaria -las muertes dentro del IMSS- se disparó, pasó de 33 muertes por 100 mil derechohabientes adscritos a una UMF en 2019, a 58 en 2023 y se mantiene en 57 en 2024. Esto es un incremento del 73% en la mortalidad dentro de los hospitales del IMSS.
Este incremento es la manifestación de una falla sistémica preexistente no atribuible a la actual administración, pero que, sin embargo, no se ha podido atacar de forma eficaz. Es el “efecto rebote”. Son los millones de pacientes crónicos que interrumpieron sus cuidados en 2020 y 2021.
Hoy, están regresando a los hospitales en un estado de gravedad mucho mayor, con complicaciones renales y cardíacas agudas, además de los hechos violentos. Y se están estrellando contra un sistema que ya era deficiente, un sistema que, como ya han revelado estudios internacionales (Lancet 2021), ya presentaba fallas crónicas de calidad y hoy es incapaz de manejar la severidad de los pacientes que la propia pandemia y la inseguridad agravaron y en las que el Sistema les ha quedado a deber.
La fiesta del Día de Muertos es un acto de ficción cultural. Pero las cifras objetivas son un acto de realidad. Nos dicen que muchas de estas ofrendas se encendieron y se seguirán encendiendo antes de tiempo. La mortalidad en México no es solo un asunto de biología; es, cada vez más, un asunto de calidad de la atención, de violencia y de un sistema fracturado. Honrar a los muertos exige, urgentemente, dejar de fallarle a los vivos.
