Colaborador Invitado

La tregua de los 4%

A falta de grandes sobresaltos, el país ha entrado en lo que podríamos llamar la tregua de los 4%: una inflación anual que ronda ese nivel y un déficit fiscal que, en porcentaje del PIB, se mantiene ahí.

Hay momentos en que la economía parece suspender la respiración, como si encontrara un punto de reposo entre corrientes que se neutralizan. México atraviesa uno de esos momentos. A falta de grandes sobresaltos, el país ha entrado en lo que podríamos llamar la tregua de los 4%: una inflación anual que ronda ese nivel y un déficit fiscal que, en porcentaje del PIB, se mantiene ahí, como si ambos hubieran firmado un acuerdo tácito de coexistencia.

El hallazgo de este equilibrio no fue planificado. Surgió, más bien, de la suma de inercias que acompañan a los periodos de madurez macroeconómica. La inflación en torno a 4% es un síntoma con sensaciones mixtas. El Banco de México sigue teniendo una meta de 3%, pero la historia reciente muestra que el mercado ya aprendió a convivir con una meta implícita mayor. En ese margen hay cierta calma: no es lo ideal, pero parece tolerable.

En las mesas de inversión internacionales, dicha tolerancia se ha vuelto casi un dato cultural. “México ha redefinido su meta sin decirlo”, me comentó un gestor recientemente. Y quizás tenga razón. El 4% no es un accidente, sino el límite de un rango funcional en el que la política monetaria puede sostener credibilidad relajando las restricciones a la actividad. Parece el punto en el que el banco central sigue siendo ortodoxo, pero ya no inflexible.

Por su parte, el déficit fiscal de 4% del PIB cuenta una historia parecida. También ahí hay una tregua entre lo que el gobierno quisiera hacer y lo que puede permitirse. Con un gasto cada vez más rígido —por pensiones, intereses de la deuda y programas sociales— y unos ingresos que crecen sin una reforma estructural de fondo, la política fiscal ha optado por la estabilidad práctica. No hay recortes abruptos ni expansiones desbordadas; más bien un esfuerzo por administrar los límites.

Ambas metas, la monetaria y la fiscal, son el reflejo de una misma situación: la estabilidad mexicana se construye más por acomodo que por diseño. La inflación y el déficit conviven en ese punto porque cualquier intento de forzar su reducción implicaría costos políticos o sociales que el país no parece dispuesto a asumir. En ese sentido, la tregua del 4% es también una tregua con la realidad.

Desde cierta perspectiva, podría verse como un logro. Pocos países emergentes pueden presumir de estabilidad prolongada sin sacrificar crecimiento o control de precios. México ha logrado lo primero: combina cuentas externas sanas, un tipo de cambio estable y un banco central creíble. Pero esa misma estabilidad tiene algo de encantamiento. Como si el país hubiera encontrado un equilibrio cómodo entre lo deseable y lo posible, pero agotando sus espacios para impulsar mayor crecimiento.

En los pasillos del análisis económico hay quienes recuerdan que los equilibrios prolongados son como los silencios en una partitura: sostienen la armonía, pero no la melodía. Una inflación estable en 4% y un déficit en 4% no son señales de crisis, pero tampoco de dinamismo. Son la música de fondo de una economía que respira, pero no se transforma.

Recientemente pensaba en Los viajes de Gulliver. En uno de ellos, el protagonista llega a una isla suspendida en el aire, sostenida por imanes invisibles. La isla flota sin caer, pero tampoco avanza. Su equilibrio depende de mantener la distancia exacta entre fuerzas opuestas. México, en su versión económica, parece haberse instalado en una isla parecida: ni en expansión ni en crisis, sostenido por dos imanes del 4%.

No es una mala posición, pero tampoco un destino. El desafío está en lo que vendrá cuando la tregua empiece a vencer. Los mercados toleran la inflación de 4% mientras las expectativas sigan ancladas; toleran el déficit de 4% mientras la deuda no crezca más rápido que el PIB. Pero esas tolerancias son préstamos de confianza, no cheques en blanco. Eventualmente, uno de los imanes se moverá —la inflación se reanimará o el gasto exigirá más ingresos— y la isla deberá reajustarse.

Lo interesante es que ambos equilibrios, el monetario y el fiscal, comparten el mismo tipo de límite: la política. La inflación no bajará a 3% solo con tasas más altas; el déficit no volverá al equilibrio sin una reforma fiscal. En ambos frentes, el cambio requiere más que técnica: requiere voluntad, consenso y una visión de país. Mientras eso llega, la tregua seguirá.

La economía mexicana ha hecho de la estabilidad un arte, pero también un hábito. Y como todo hábito, su virtud puede volverse vicio. Permanecer mucho tiempo en el 4% implica acostumbrarse a un tipo de normalidad que no cuestiona, que administra en lugar de transformar. Es el riesgo de toda tregua: olvidar que la pausa no es el final de la guerra, sino apenas un descanso entre batallas.

Hemingway escribió que “las guerras verdaderas nunca terminan; solo descansan entre capítulos”. Quizá esta sea una de esas pausas: un interludio de estabilidad entre dos etapas de cambio. Lo sabio será usar este respiro para prepararse. Porque ninguna tregua —ni siquiera la del 4%— dura para siempre.

Víctor Gómez Ayala

Víctor Gómez Ayala

Economista en jefe de Finamex Casa de Bolsa y Fundador de Daat Analytics

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