El dedazo político y el tapado: dos símbolos emblemáticos de los gobiernos del nacionalismo revolucionario. El presidente en turno tenía la máxima potestad para determinar a su sucesor. Ironías de la vida y de la política: el gran elector, generalmente, se equivocaba y se arrepentía de su decisión. Todos sufrieron el deslinde y el rompimiento con sus sucesores. Mario Moya decía, con sarcasmo, que el presidente tenía la facultad metaconstitucional de designar a su verdugo. Así fue y así ha sido. La realidad es fedataria de ese embrujo.
Otro elemento digno de análisis es que el gran elector siempre escogía a su distinto, su contraparte y opuesto: un personaje diferente en su forma de ser y de actuar. Personalidades disímbolas. Un fenómeno psicológico digno de estudio: Cárdenas–Ávila Camacho, Alemán–Ruiz Cortines, López Mateos–Díaz Ordaz, Echeverría–López Portillo, Miguel de la Madrid–Salinas. La muerte de Colosio cambió la tendencia y el radar de las sucesiones.
La aplicación del dedazo no era un acto arbitrario, unilateral y fuera de contexto y de la realidad imperante. El gran elector tomaba en cuenta los factores de poder político y económico, así como los problemas nacionales del momento. Además, el sexenio generalmente concluía con un evidente desgaste del presidente saliente, quien se veía acotado por las circunstancias.
El general Cárdenas, después de las grandes transformaciones realizadas, se decidió por Ávila Camacho para no colapsarlas y porque Mujica habría convulsionado al país. Alemán optó por su paisano Ruiz Cortines debido a la velada oposición de Cárdenas y Ávila Camacho, y por la resistencia de algunos grupos políticos en contra de Casas Alemán y del continuismo de su gobierno. Las crisis económicas y financieras fueron las madres de las candidaturas de López Portillo y Miguel de la Madrid. Zedillo ya no nombró sucesor: inició la transición democrática y la alternancia en el poder.
En el argot político de aquellos tiempos se comentaba que Díaz Ordaz, por las mañanas, al contemplar su rostro en el espejo, se recriminaba a sí mismo, con un ofensivo calificativo, por la designación de Echeverría. A su vez, Echeverría quedó damnificado en la embajada de las Islas Fiji y López Portillo, satanizado y en el olvido, en la Colina del Perro.
Fue toda una época: una forma de hacer política que resultaba atractiva para la gente y representaba, de alguna manera, una renovación de sus esperanzas de mejoría social. Otras formas de comportamiento político, otro discurso y, de alguna manera, el antídoto contra «más de lo mismo».
Se instauró en México un sistema que duró 70 años: una cultura política, una forma de ser y de actuar, similar al peronismo argentino. El de México, gobiernos de resultados. A pesar del surgimiento de graves y delicados problemas sociales, el país logró estabilidad política y paz durante varias décadas. En materia económica, el desarrollo estabilizador y el milagro mexicano alcanzaron un crecimiento del 6 % del PIB.
A López Obrador le atrajo esa época, en especial la de López Mateos y Echeverría. En la realidad, es practicante de esos símbolos y de esas formas de hacer política. Las aplicó a plenitud en su gobierno. En su sucesión, sin duda, se convirtió en el gran elector y ejerció el dedazo priista. La pasarela de sus corcholatas fue similar a las practicadas por ese partido. Marcelo Ebrard lo denunció durante su campaña: una simulación. Y también, ojo, escogió a una sucesora con personalidad distinta a la suya, con diferente formación, carácter y temperamento. La historia nos dirá si corre con el mismo destino de sus antecesores priistas.
Al tiempo. Ya se divisan polvos agitados por vientos de tormenta. Suenan tambores de deslinde. En pleno Zócalo, a reventar, la presidenta Sheinbaum rinde homenaje a López Obrador y lo califica como «el mejor presidente de México». Sin embargo, en los hechos, este pronunciamiento no corresponde a la realidad y las acciones de su gobierno exhiben, presionadas por Trump o no, la gran corrupción del pasado gobierno (el huachicol fiscal) y el cambio en la estrategia de seguridad: balazos y no abrazos. Sincretismo político.
