Hay viajes que se parecen a los espejos: uno sale a mirar el mundo y termina viendo su propio reflejo. Mi visita a la Costa Este de Estados Unidos hace unos días entra en esa categoría. En las avenidas Nueva York, entre los ventanales de los fondos de Boston y las múltiples oficinas, se repitió la misma pregunta que ha acompañado cada uno de nuestros viajes este año: ¿qué está viendo el mundo en México que nosotros ya no alcanzamos a notar?
Cuarta gira en lo que va de 2025 —después de Londres, Río y una más a Nueva York—, esta vez el tono fue distinto. Las conversaciones parecían más apretadas, menos diplomáticas, con una precisión quirúrgica.
Casi todas las reuniones comenzaron con el mismo punto: la inflación. Nuestro pronóstico de cierre en 4.24% provocó curiosidad, sobre todo por ubicarse por encima del escenario base del Banco de México. Las discusiones se dividieron entre quienes creen que el optimismo del banco central sobre precios agropecuarios y energía es elevado y quienes temen que los nuevos aranceles y ajustes al IEPS reaviven la presión inflacionaria en los primeros meses de 2026.
Todos coincidieron en algo: la desinflación será desigual. Los precios de alimentos procesados y servicios personales siguen recibiendo presiones que no se resuelven con tasas de interés. Aumentos salariales, cobros ilegales a pequeñas empresas, concentración de mercado: factores que anclan la inflación subyacente más allá del ciclo. Lo que antes se atribuía a choques globales hoy parece un cambio estructural en la forma en que se transmiten los precios.
Cuando la conversación giró hacia el crecimiento, la metáfora del viaje volvió a aparecer. México, decían, avanza, pero con el ancla puesta. El país crece más de lo esperado, pero menos de lo necesario. Se reconocen los logros macro, pero pesan los límites institucionales. Varios inversionistas mencionaron la reforma judicial y los cambios a la Ley de Amparo como factores que, sin ser aún crisis, ya generan cautela en sectores estratégicos como energía, minería y manufactura. En el horizonte externo, el tema ineludible fue el T-MEC: pocos dudan de su continuidad, pero nadie espera beneficios inmediatos. La mayoría ve un potencial de crecimiento cercano a 1.5%.
Sobre Banxico, hubo un curioso consenso: el recorte hacia 7% está descontado, pero el debate empieza en 2026. Si la Reserva Federal no completa sus ajustes, México podría detenerse arriba de 6.50%; si el ciclo en Estados Unidos acelera, Banxico podría ir más lejos, hacia 6%. En todas las mesas flotaba la misma inquietud: ¿cuándo deja de ser prudencia y empieza el riesgo? Algunos lo llamaron el monetary policy mistake trade: la posibilidad de que Banxico se adelante y tenga que corregir más pronto de lo que se piensa. En el fondo, la pregunta no era sobre tasas, sino sobre confianza.
Los temas fiscales aparecieron como esas islas que surgen en el mapa y luego desaparecen. Nadie se preocupa por 2025; la mirada está puesta en 2027. Ahí, la conversación gira en torno a Pemex: qué parte de su deuda absorberá el gobierno y cómo lo explicará sin ensanchar el déficit. Los inversionistas entienden que es casi inevitable, pero subrayan lo que sigue: sin una reforma fiscal, la estabilidad se volverá un acto de equilibrio perpetuo. En sus cálculos, el margen de maniobra se agota justo cuando el país necesita inversión pública y privada para sostener el crecimiento.
El peso, omnipresente, fue tema de todos los cafés. Los modelos coinciden en que niveles cercanos a 19 pesos por dólar reflejan los fundamentos: cuentas externas sólidas, remesas, deuda contenida. Pero lo que está por debajo de eso —la sobreapreciación— es un espejo de otro tipo: el de un dólar débil y un mercado global que busca refugio en monedas emergentes disciplinadas. Algunos fondos ya piensan en 2026, cuando el discurso sobre productividad vuelva al centro y el relato cambie de “superpeso” a “peso cansado”.
Entre reuniones, la sensación era la de un país observado con respeto y cautela. Respeto por mantener estabilidad en medio del ruido político; cautela por la falta de nuevos motores. Como si México navegara con velas firmes, pero sin viento. Y sin embargo, en cada conversación se colaba algo más sutil: una curiosidad persistente, la idea de que, pese a los riesgos, el país sigue ofreciendo una historia comprensible en un mundo que se ha vuelto difícil de leer.
De regreso en el aeropuerto, pensaba en la paradoja de estos viajes: uno parte para explicar México y termina entendiéndolo mejor al escucharlo desde fuera. La Costa Este, más que un destino, fue un espejo que devolvía una imagen nítida: la de una economía que inspira confianza por costumbre, pero que ya no puede posponer las decisiones que definirán su próxima década.
Tal vez por eso, más allá de las proyecciones y las curvas de rendimiento, lo más valioso de este viaje fue recordar que mirar a México desde afuera es también una forma de volver a las preguntas que resuenan en casa.
