Colaborador Invitado

En memoria de Gabriel Ramírez Aznar (Mérida Yucatán 1938- Mérida Yucatán 2025). Escritor y pintor

Gabriel Ramírez es para nosotros los yucatecos un símbolo. Verdaderamente importa poco si sus pinturas gustan o no.

Gabriel Ramirez representa para Yucatán uno de los exponentes más importantes de la modernidad—junto a Juan, Fernando García-Ponce, Gerda Gruber y otros—.

Las huellas existenciales y de existencia que dejó en la CDMX en la época que los García Ponce y Cuevas se dedicaron a zamarrear la conciencia post revolucionaria—ya bastante rancia en ese entonces—fue tan épica como fulminante. Después de varios años en los que le fue bastante bien regresó a Yucatán y se convirtió en una leyenda urbana tanto para la escena chilanga como la emeritense. Sus lienzos se compusieron con un hilo conductor y una búsqueda desde lo irracional, nunca lírico. Primero con óleo, después con acrílico Gabriel retrataba con expresionismo, abstracción y carisma lo que veía. Según él nada más peyorativo que hablar de su trabajo haciendo referencia a los colores que usaba. Si lo hacías yo creo que te mostraba la salida o él mismo se ausentaba sin avisar.

Decir que Gabriel Ramírez y yo éramos amigos sería no solamente una exageración sino también una mentira. El trato que tuvimos no fue cariñoso ni de mentor. Fue más bien como colega de oficio(s). Yo lo conocí primeramente por sus textos. Especialmente por el libro compilación de artículos del suplemento cultural Unicornio que él escribió.

Cuando regresé a Mérida coincidí con un homenaje que le hicieron por sus ochenta y cinco años. Le escribí una reseña. Mi obra favorita en la exposición fue Plaza Grande Urinario Público I. Me acuerdo que por algún motivo una de mis hermanas leyó ese artículo y me dijo “¡Que horror de títulos!” Y ahí me gustó mucho más su trabajo.

Poco tiempo después me invitaron a escribir un texto para una retrospectiva que se hizo en una galería secreta. Para escribir el texto me reuní con Gabriel varias veces. Todas por la mañana. En la segunda visita literalmente me dijo “¡Otra vez tú, me vienes a entrevistar!”. Y yo le contesté con una expresión chaplinesca de manos extendidas. Así, con ironía y un poco de fe empezamos nuestro diálogo.

Cuando yo llegaba a su casa/estudio estaba siempre pintando. En un par de ocasiones estaba duro y dale con un lienzo donde había un gato en el centro. No se le veía muy conforme. En sus palabras pintar era como jugar a un tiro al blanco para siempre fallar. Después me invitaba al comedor y sin preguntar sacaba dos caballitos y un tequila. Me veía como con cara de “ni se te ocurra decir que no” y los ponía a disposición a eso de las diez de la mañana. En promedio, dábamos por terminada la sesión a las doce treinta, y regresaba para mi casa—afortunadamente caminando—en zig zag.

Nuestras conversaciones eran sarcásticas y paradójicamente profundas. Sabía muchísimo de geopolítica, de jazz, de cine, era un experto. Cuando hablaba de Mérida le brillaban los ojos: después de no dejar jinete sin cabeza—empezando por él mismo—expresaba a pulso de confesión, lo mucho que adoraba esta ciudad.

Siempre estaba vestido de blanco: Camiseta y bermudas. Fruncía el ceño y parecía encabritado cuando alguien se acercaba durante nuestra conversación, luego se suavizaba, y empezaba a hablar de Buñuel y Guty Cárdenas de una forma muy sofisticada y real. Casi nunca hablaba de pintura, y cuando lo hacía sus comentarios eran directos y pragmáticos. Los pintores que le gustaban eran Mirò y los artistas que conformaron el movimiento artístico CoBrA.

Horas antes del “deadline” para entregar nacieron dos textos. El primero era políticamente correcto y el otro… caminaba en el borde de un precipicio Herzogiano. A la hora acordada de enviar, me estaba dando mucho trabajo desprenderme. Hablamos por teléfono, quien me solicitó el texto y yo. Ahí, una bruma existencial me invadió: inesperadamente este encargo trascendió para convertirse en un testimonio personalísimo. En el auricular nos hicimos bolas, naturalmente en el néctar del tragicómico malentendido nos mentamos la madre. Minutos después yo le bajé a mi tonito de Octavio Paz, y mi interlocutor de Uffizi, envié los dos textos, y en una cafetería de paseo Montejo hablamos larga e intensamente del andamiaje agridulce con entrañas que quedó finalmente para la exposición. Cinco horas después brindamos efusiva y sinceramente con una cerveza a través de un mensaje de WhatsApp.

El día de la inauguración de la exposición y por tanto del texto, todos festejamos. Gabriel Ramírez y yo nos dimos un abrazo. Al despedirme le dije “Ya quedó el texto, no le doy más lata”. Nos reímos. Creo, que en ese preciso instante si fuimos amigos. Esa fue la última vez que nos vimos.

Gabriel Ramírez es para nosotros los yucatecos un símbolo. Verdaderamente importa poco si sus pinturas gustan o no. La forma en como envestía a la mundanidad y la falsa cortesía de la sociedad era un bálsamo para los que vemos la vida en una escala de grises en vez de blanco y negro.

Ramírez el intelectual investigó y narró Yucatán sin grandilocuencia ni falsa vanidad. Fue letra e iconografía en una época que poco o nada se sabía de nosotros pasando la isla del Carmen en la República Mexicana. A pesar de haber sido hombre de mundo él siempre escogió el lugar que lo vio nacer. Sus encuentros y desencuentros más profundos siempre fueron lo que comprendía el radio de lo que siempre había visto y vivido.

Espero que desde donde quiera que esté se encuentre tomando un tequila reposado en compañía de amigos y artistas que verdaderamente retrataba, admiraba y quería.

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