Colaborador Invitado

El dilema fiscal que no queremos discutir

La discusión sobre gasto público no puede disociarse de una discusión seria y transparente sobre los ingresos.

Cada septiembre, la presentación del Paquete Económico marca el tono de la discusión fiscal en México. Entre proyecciones macroeconómicas optimistas, nuevas medidas impositivas y la siempre presente tensión entre ingresos y egresos, se define no solo el presupuesto del año siguiente, sino también la trayectoria de mediano plazo de las finanzas públicas. Este año no fue la excepción.

Uno de los aspectos más relevantes de los Criterios Generales de Política Económica para 2026 es la evolución de la meta fiscal de mediano plazo: el balance de los Requerimientos Financieros del Sector Público (RFSP) en un horizonte de cinco años. Desde 2018, esa meta ha cambiado. En ese año, el compromiso era lograr un déficit de 2.5% del PIB de forma sostenible. Hoy, esa mismo ancla ha sido redefinida a un déficit de 3.0%, con un telón de fondo macroeconómico que denota un cambio que no es trivial.

En los supuestos macroeconómicos para 2026 se proyecta un crecimiento real del PIB entre 1.8% y 2.8%, en contraste con un estimado de 3.5% a 4.5% hace siete años. Aunque la inflación converge en ambos casos a la meta del Banco de México del 3%, y el supuesto utilizado para la tasa de referencia es de 5.5%, el precio del petróleo promedio este año (60.5 dólares por barril) es incluso superior al usado en 2018 (49 dólares por barril). Por ello, el peso en los ingresos totales del sector público se ha debilitado en las proyecciones. Con un contexto así, ¿por qué la meta estructural de balance fiscal se ha hecho más laxa?

Aunque una parte se explica por un menor crecimiento, el grueso de la respuesta está del lado del gasto. El Paquete reconoce, por primera vez de manera más transparente, las presiones acumuladas por el lado del gasto público. Una parte importante proviene de compromisos heredados —los proyectos de infraestructura, el costo financiero de la deuda, los programas sociales, las transferencias a Pemex y las obligaciones de pensiones del sistema de seguridad social—, y otra parte responde a nuevas prioridades públicas que han ganado tracción este año, como los ramos administrativos de educación pública, energía y la Agencia de Transformación Digital.

En 2026, el déficit estimado, en su medida más amplia, será de 4.1% del PIB, y se proyecta que tomará hasta 2028 regresar al umbral del 3%. El Paquete incluso reconoce que parte de ese déficit está explicado por necesidades diversas: transferencias a fideicomisos, obligaciones contingentes o programas de inversión financiados a través de mecanismos extrapresupuestarios como los Pidiregas. Se trata, en resumen, de un esquema fiscal que ha ido ajustándose a una realidad donde el gasto crece más rápido que los ingresos, y donde una parte creciente de las presiones queda fuera del presupuesto visible.

Y aquí viene la parte fundamental: hablar de gasto es hablar también de ingresos. En México, el ingreso público estructural estuvo históricamente anclado en los ingresos petroleros. A lo largo de los últimos 15 años, ese pilar se ha ido erosionando, tanto por la caída en la producción como por la redefinición del papel de Pemex. Lo preocupante es que la transición hacia una economía con menor dependencia de los hidrocarburos fue acompañada por una reforma fiscal integral en 2014 que fortaleció los ingresos no petroleros, pero las presiones para promover una nueva versión se han multiplicado sin traducirse en acciones concretas.

El IEPS ha ganado terreno como herramienta recaudatoria, al grado que en 2026 representará una tercera parte de la recaudación por IVA. En este paquete, por ejemplo, se proponen incrementos relevantes a las cuotas sobre bebidas saborizadas, tabaco, apuestas y hasta servicios digitales con contenido violento. Pero aunque relevantes, estos ajustes tienen un techo político y económico: el IEPS ya representa una parte sustancial de los ingresos indirectos, y su elasticidad recaudatoria es limitada frente a los grandes requerimientos estructurales del gasto.

Según el Paquete, el superávit primario mejorará marginalmente en 2026 hasta 0.5% del PIB. Pero los RFSP, la métrica más amplia del déficit fiscal, seguirán por encima del 4%. Es decir, el gobierno cubre sus gastos corrientes y de operación con los ingresos disponibles, pero sigue necesitando deuda adicional para cumplir con sus obligaciones financieras, las inversiones y los programas especiales.

Por eso, la discusión sobre gasto público no puede disociarse de una discusión seria y transparente sobre los ingresos. ¿Cómo se va a pagar por más salud, más educación, más seguridad y más infraestructura si no se amplía la base de recaudación? ¿Hasta cuándo puede el Estado mexicano posponer una reforma fiscal progresiva y robusta?

El desafío no es técnico, sino político. Tarde o temprano, el país tendrá que enfrentar esa conversación pendiente: la de cuánto estamos dispuestos a contribuir para sostener un Estado que ya ha convergido a un equilibrio social donde gastar más es, de facto, un amplio consenso.

Víctor Gómez Ayala

Víctor Gómez Ayala

Economista en jefe de Finamex Casa de Bolsa y Fundador de Daat Analytics

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