Las dos primeras entregas de esta serie mostraron dos caras de una misma realidad. Por un lado, México logró reducir de manera histórica la pobreza por ingresos gracias a una política salarial más ambiciosa, que permitió a millones de hogares recuperar poder adquisitivo después de años de estancamiento. Por el otro, al incorporar las carencias sociales en la medición multidimensional, emergió un panorama más complejo: avances claros en ingresos, pero retrocesos en salud, educación y brechas persistentes en seguridad social. El reto que queda al frente es cómo sostener lo logrado y construir el segundo piso de la política social.
El éxito de la política de salario mínimo no fue casual. Se apoyó en tres condiciones preexistentes clave: el rezago del salario mínimo respecto a la mediana salarial, que abrió un amplio margen para incrementos sin desajustar por completo el mercado laboral; la desindexación del salario mínimo respecto a precios clave y obligaciones legales, que liberó a la política salarial de un corsé institucional; y la autonomía del Banco de México, que permitió mantener ancladas las expectativas de inflación aun cuando los aumentos superaron a la inflación general. De no haberse dado estas condiciones, los incrementos salariales habrían detonado las presiones inflacionarias y los desajustes en el mercado laboral que muchos anticipaban.
Ahora, es clave recordar que para que el aumento en ingresos no se convierta en un fenómeno transitorio, debe ir acompañado de mayor productividad. Esto implica invertir en capital humano —educación y capacitación— y en capital físico —infraestructura y tecnología—. Sin ello, el país corre el riesgo de que los salarios reales dejen de crecer en la misma magnitud.
La formalidad laboral es el otro pilar indispensable. Como vimos en la entrega pasada, los estados con menor informalidad lograron avances más claros en reducción de pobreza. Sin empleo formal no hay seguridad social, y sin seguridad social los hogares quedan vulnerables ante diversos riesgos. Un segundo piso sólido debe apuntar a reducir la informalidad, lo que requiere reformas que incentiven la contratación formal y políticas que simplifiquen la relación de empresas y trabajadores con el sistema de seguridad social.
Además, la reducción reciente de la pobreza también estuvo ligada al crecimiento económico impulsado por la política fiscal. Tabasco, Veracruz, Campeche y Oaxaca combinaron proyectos de inversión pública de gran escala con caídas significativas en sus niveles de pobreza. La Refinería Dos Bocas, el Tren Maya y el Corredor Interoceánico fueron motores de empleo e ingresos en la región sur-sureste.
Pero aquí surge una advertencia: no basta con construir megaproyectos, lo fundamental es garantizar su operación exitosa. La experiencia internacional muestra que obras mal integradas a cadenas productivas locales tienden a perder dinamismo con rapidez. La clave será convertir estas inversiones en polos de desarrollo sostenido, atrayendo capital privado, generando empleos formales y promoviendo encadenamientos productivos.
Aun con estos avances, persiste una pieza central: las finanzas públicas. Actualmente, 3 de cada 4 pesos que gasta el sector público federal se destinan a cuatro rubros: transferencias a estados y municipios, intereses de la deuda, sistema de pensiones y programas prioritarios. Todo lo demás se cubre con el peso restante y dicha limitante erosiona la capacidad del Estado para sostener los avances en ingresos con servicios básicos de calidad.
El dilema es claro: sin espacio fiscal, los logros en reducción de pobreza son frágiles. Un sistema tributario con baja recaudación, todavía dependiente de ingresos petroleros en declive, limita la capacidad de financiar políticas universales de salud, educación y seguridad social. El segundo piso requiere de un andamiaje fiscal más robusto, capaz de sostener no solo programas sociales sino también la inversión en capital humano y físico que demanda el crecimiento productivo.
El verdadero segundo piso no puede depender únicamente del salario mínimo. Debe articularse en tres frentes simultáneos: política salarial responsable, que siga corrigiendo rezagos sin comprometer la estabilidad; formalización laboral, que garantice acceso a seguridad social y reduzca desigualdades regionales; y fortaleza fiscal, que asegure la provisión de servicios básicos y la inversión en productividad.
Estas tres dimensiones no son excluyentes: se refuerzan mutuamente. Un mercado laboral más formal amplía la base de contribuyentes; mayores ingresos fiscales permiten mejorar servicios; y mejores servicios fortalecen la productividad, que a su vez sostiene salarios más altos.
En suma, la primera etapa fue recuperar ingresos; la segunda, entender las brechas multidimensionales y regionales; y la tercera, la que empieza ahora, es consolidar un modelo en el que los salarios crecientes convivan con servicios de calidad y un Estado con finanzas sanas. Ese es el reto para los próximos años: transformar la reducción de la pobreza en un cambio estructural y duradero. México ya dio el primer paso; ahora tiene la oportunidad —y la obligación— de atreverse a escalar al segundo piso.