En México, el debate sobre pobreza suele centrarse en los ingresos de las familias. La política salarial reciente, especialmente los aumentos al salario mínimo, marcó un punto de inflexión: permitió que millones de hogares recuperaran poder adquisitivo después de más de una década de estancamiento. Entre 2018 y 2024, el número de personas en situación de pobreza pasó de 51.9 millones (41.9 % de la población) a 38.5 millones (29.6 %), una reducción histórica de 13.4 millones. La pobreza extrema también retrocedió, de 8.7 a 7.0 millones de personas. Estos resultados no tienen precedente reciente y hablan de la eficacia de una política salarial agresiva y de un mercado laboral que pudo procesarla.
Sin embargo, hay otra cara del mismo periodo que no puede pasarse por alto: mientras los ingresos laborales crecieron, el acceso a servicios públicos mostró retrocesos preocupantes. La carencia en salud prácticamente se duplicó: de 20.1 millones de personas (16.2 %) en 2018 a 44.5 millones (34.2 %) en 2024. El rezago educativo apenas se redujo en términos relativos, pero aumentó en número absoluto, de 23.5 a 24.2 millones de personas. Y aunque la falta de acceso a seguridad social mejoró ligeramente, sigue afectando a casi la mitad de la población (48.2 %). Es decir, la reducción de la pobreza en México vino acompañada de un costo: el deterioro en el acceso y calidad de servicios sociales fundamentales.
Este patrón refleja algo que se asemeja a un pacto social implícito y draconiano: las familias parecen obligadas a elegir entre mejorar su ingreso o asegurar servicios de salud, educación y seguridad social de calidad. No debería ser así. Un modelo de bienestar requiere un equilibrio: ingresos dignos y acceso garantizado a derechos sociales. En este sentido, el avance logrado en materia de pobreza es necesario pero insuficiente para hablar de un desarrollo inclusivo y sostenible.
El éxito de la política salarial debe entenderse en su contexto. La recuperación del salario mínimo fue posible porque previamente se desindexó de varios precios clave, lo que abrió la puerta a ajustes más ambiciosos. Además, la autonomía de la política monetaria permitió que el Banco de México mantuviera relativamente ancladas las expectativas de inflación, incluso en un entorno donde los aumentos al salario mínimo superaron con creces la inflación general. A esto se sumó una coyuntura favorable: el salario mínimo en México estaba muy por debajo de la mediana salarial, lo que permitió incrementos sustanciales sin provocar distorsiones severas en la estructura del mercado laboral.
El problema es que este logro corre el riesgo de ser percibido como un dilema estructural: mejores salarios a cambio de un sistema de salud debilitado, una cobertura insuficiente de seguridad social y una educación que no termina de cerrar brechas. Si este patrón se consolida, podría erosionar los beneficios alcanzados. Porque si bien las familias hoy tienen más ingreso disponible, también enfrentan mayores gastos de bolsillo en salud o educación, lo que neutraliza parte de las ganancias. De ahí la importancia de empezar a medir con mayor precisión ese efecto: cuánto del aumento en ingresos laborales se convierte en un gasto compensatorio en servicios que deberían estar garantizados.
La nueva administración enfrenta entonces un reto central: construir el segundo piso del bienestar. Dicho piso no puede basarse únicamente en ingresos, sino en fortalecer la provisión de servicios sociales. Para que el crecimiento salarial se traduzca en un desarrollo sostenido, debe estar acompañado de un sistema de salud público robusto, de un esquema de seguridad social más incluyente y de un modelo educativo capaz de formar el talento que exige una economía más productiva. El riesgo de lo contrario es un ciclo de avances parciales: menos pobres por ingreso, pero más personas vulnerables por carencias.
El camino está abierto. México demostró que es posible reducir la pobreza con políticas heterodoxas y resultados tangibles en un periodo relativamente breve. La lección ahora es cómo dar el siguiente paso: garantizar que los ingresos crecientes se complementen con derechos sociales efectivos. Solo así, el pacto social dejará de ser una disyuntiva entre ingreso o servicios, para convertirse en un proyecto de país donde ambas dimensiones se fortalezcan mutuamente.
Este es apenas el primer piso de la reflexión. En las siguientes semanas profundizaré en dos aspectos clave. Primero, la dimensión de la pobreza multidimensional y sus contrastes regionales: cómo algunos estados redujeron la pobreza moderada en más de diez puntos porcentuales, mientras otros apenas lograron avances, y cómo la informalidad laboral, el acceso desigual a servicios y las brechas territoriales explican buena parte de estas diferencias. Segundo, la relación entre la reducción de la pobreza, la formalidad y el crecimiento económico: por qué casos como Tabasco, Campeche, Veracruz y Oaxaca concentran tanto la atención, qué papel jugaron las grandes inversiones públicas y por qué su sostenibilidad fiscal y productiva será determinante en los próximos años.
En suma, lo que está en juego es cómo pasar de una estrategia que funcionó en el corto plazo a una política de Estado que sea sostenible en el tiempo. El segundo piso de la reducción de la pobreza no consiste solo en mantener el salario mínimo en una trayectoria ascendente, sino en cimentar servicios sociales, productividad y crecimiento económico de largo plazo. Esa será la prueba decisiva para consolidar lo que hasta ahora se ha logrado.