Las marchas contra la gentrificación en Ciudad de México han puesto en el foco este complejo proceso de transformación urbana. No es un fenómeno exclusivo de nuestro país. En ciudades como Barcelona, Londres o Nueva York, la historia se repite: barrios históricamente marginados y subinvertidos comienzan a atraer capital, cafeterías... y controversia. Para algunos, es un renacer urbano; para otros, desplazamiento disfrazado de progreso.
Más allá de titulares y protestas, hay una lógica económica que merece ser analizada con más rigor. En su núcleo, la gentrificación es una cuestión de oferta y demanda. Del lado de la demanda, cada vez más personas desean vivir en zonas bien ubicadas, cercanas a empleos, infraestructura y servicios culturales. Del lado de la oferta, la disponibilidad de vivienda no crece al mismo ritmo por restricciones de uso de suelo, escasez de espacio o trabas políticas. La falta de oferta impulsa los precios al alza, atrayendo a residentes de mayores ingresos y desplazando a los de menores ingresos. El mercado hace lo que está diseñado para hacer: asignar recursos escasos. Pero las consecuencias sociales de esa asignación son cada vez más difíciles de ignorar, sobre todo cuando profundizan desigualdades preexistentes.
Sin embargo, el fenómeno no se reduce simplemente al desplazamiento de residentes, sino que refleja una disputa por el excedente económico que genera la ciudad. Factores externos —como una pandemia, innovaciones tecnológicas que permiten el trabajo remoto o mejoras en infraestructura y servicios públicos— pueden transformar el valor de una zona sin que sus habitantes lo hayan provocado directamente. También influyen dinámicas locales como la densificación de cafés, bares o restaurantes que hacen más atractiva la vida urbana.
Todo esto genera externalidades positivas que elevan el valor del suelo. La pregunta clave es: ¿quién debe capturar ese valor? Los incrementos en el valor del suelo suelen ser producto de acciones colectivas, no individuales. En muchos casos, ni los propietarios actuales ni los residentes antiguos son responsables directos de la valorización. En este contexto, los derechos de propiedad resultan determinantes. Los propietarios de vivienda ven apreciarse su patrimonio cuando suben los precios; pero quienes rentan, por el contrario, enfrentan el riesgo creciente de ser desplazados. Esto produce un sesgo estructural a favor de quienes ya tienen estos activos.
Por lo tanto, el problema de fondo no es que las rentas sean altas, sino que adquirir una vivienda se ha vuelto prácticamente imposible. Como argumentan Josh Ryan-Collins y sus colegas del University College London, el alza en los precios no responde únicamente a la escasez física de viviendas, sino a la financiarización del suelo. La propiedad de una vivienda se ha convertido más en un activo financiero que en un bien de uso. Sin transferencias intergeneracionales —herencias, apoyo familiar o fortunas inesperadas—, la propiedad ha dejado de ser una recompensa al esfuerzo laboral y se ha vuelto, en muchos casos, una herencia de clase. Esto excluye a una generación de jóvenes profesionistas para quienes el trabajo ya no garantiza acceso a la vivienda.
Los gobiernos locales enfrentan este reto estructural con competencias y herramientas limitadas. Algunos proponen el control de rentas como solución. Pero la historia ofrece numerosos ejemplos de consecuencias no deseadas: desincentivos a la inversión, mercados negros, deterioro del parque habitacional. Además, estas políticas dependen de la discrecionalidad burocrática para definir lo que es una renta justa, una tarea técnica y políticamente espinosa. Medidas como la regulación de plataformas de alquiler temporal buscan contener parte de estas dinámicas, pero suelen ser parciales o incluso contraproducentes. El verdadero objetivo no debería ser simplemente reducir el costo del alquiler, sino garantizar el acceso a vivienda asequible.
La vivienda es un bien híbrido: a la vez inversión y necesidad básica. Y en esa ambigüedad reside el dilema. El verdadero reto es diseñar instituciones que permitan distribuir de manera más equitativa los beneficios del crecimiento urbano. Sin embargo, ignorar su lógica económica conduce a políticas reactivas; comprenderla —y actualizarla con las herramientas del presente— podría acercarnos a ciudades que sean más dinámicas, pero también más justas e inclusivas.