Pemex ha representado para múltiples administraciones un gran nudo gordiano que no se ha logrado desenredar. La empresa se ha considerado demasiado importante en términos económicos y políticos para dejarla caer. Hasta hace muy poco, financiaba un porcentaje importante del Presupuesto de Egresos de la Federación, tiene uno de los sindicatos con mayor capital político del país y la actividad económica de más de un estado gira en torno a la petrolera, como es el caso de Campeche y Tabasco, entidades impactadas por el declive del sector de hidrocarburos.
Los problemas de la petrolera son bien conocidos. Desde 2014, la deuda financiera de Pemex se disparó a niveles insostenibles y a la fecha se mantiene como la petrolera más endeudada del mundo con un saldo de 98 mil millones de dólares, incluso sin considerar la deuda que tiene con proveedores y contratistas. La plataforma de producción petrolera ha caído sistemáticamente año tras año hasta llegar a su menor punto desde la década de 1970 al producir 1.36 millones de barriles diarios, sin incluir condensados. Además, hay que agregar las pérdidas recurrentes del Sistema Nacional de Refinación.
Toda reforma de fondo tiene costos económicos, políticos y sociales que ninguna administración ha estado dispuesta a pagar. Los números indican que gobiernos de cortes ideológicos muy distintos, como lo fueron el de Peña Nieto y el de López Obrador, fracasaron en la tarea de revertir el curso de la emproblemada empresa. ¿Podría esta vez ser diferente?
El pasado 5 de agosto, el gobierno federal presentó el Plan Estratégico de Pemex 2025-2035, donde plasma un objetivo ambicioso ante este panorama: hacer de la empresa una organización financieramente viable a partir de 2027.
En lo financiero, la estrategia de la empresa está anclada en mantener las aportaciones del gobierno federal en 2025 y 2026 para pagar las amortizaciones de deuda de esos años, con apoyo de la liquidez proveniente de la operación con notas precapitalizadas que emitió la Secretaría de Hacienda hace unas semanas.
Esta emisión, más la creación de un fondo de inversión operado por Banobras que contará inicialmente con 250 mil millones de pesos para invertir en nuevos proyectos y pagar deudas con proveedores, el cual pretende levantar recursos públicos y privados, refleja un cambio sustancial en la estrategia de financiamiento de Pemex. El gobierno federal busca inyectar liquidez a la empresa sin comprometer sus metas de consolidación fiscal.
Desde el ángulo operativo, se mantiene la visión estatista para el sector. La apuesta de participación privada serán las asignaciones mixtas. En el pasado, los contratos de servicios —que comparten similitudes con las asignaciones mixtas— no dieron los resultados esperados. En este rubro, crucial para elevar la plataforma de producción, no hay cambio de estrategia.
La apertura al desarrollo de proyectos en yacimientos no convencionales representa un viraje mayúsculo en la política de hidrocarburos mexicana de los últimos seis años. El gran reto para Pemex es desarrollar estos proyectos con costos competitivos. Estar junto al mercado más competitivo del mundo de gas natural —Texas— tiene sus desventajas.
La refinación, ese gran barril sin fondo de la empresa, se mantiene —en lo fundamental— sin mayores reformas. Los proyectos de procesamiento de residuales en Tula y Salina Cruz llevan años de retraso y no es evidente que una vez echados a andar sean suficientes para revertir los números rojos del Sistema Nacional de Refinación. Los cambios estructurales en estas instalaciones, de operación, gestión y estrategia, quedaron ausentes del Plan Estratégico.
¿Estas medidas serán suficientes para dar viabilidad financiera de largo plazo a la empresa? En sí mismo, ni este ni ningún plan corregirán la trayectoria descendente de Pemex. Ello no implica que no pueda ser un primer paso hacia una empresa financieramente más robusta, pero se deben atender cuestiones fundamentales como aumentar la actividad de exploración a gran escala —algo que solo puede suceder diversificando riesgos financieros y operativos con privados—, reducir de forma significativa la deuda con proveedores, crear una reputación de que Pemex es un socio confiable —cosa que hoy se antoja cuesta arriba— y demostrar una verdadera disciplina financiera.
La crisis de Pemex puede tener solución, pero ello requiere tomar decisiones difíciles que le permitan transitar hacia una compañía más pequeña, enfocada en la extracción y producción de hidrocarburos. En este sentido, la apuesta del gobierno federal parece ir en dirección contraria.