A simple vista, una esponja, una cinta adhesiva o una nota autoadherible pueden parecer herramientas básicas, productos utilitarios sin mayor relevancia estratégica. Pero en realidad, estos objetos cotidianos representan una de las formas más resilientes y subestimadas de innovación en la economía global. Son recordatorios silenciosos, pero poderosos, de que la ciencia —cuando se aplica con propósito— puede transformar hábitos, resolver necesidades humanas reales y construir marcas que perduran por generaciones.
Este enfoque cobra especial relevancia en América Latina, y particularmente en México, donde los retos sistémicos, la presión ambiental y la volatilidad económica exigen soluciones que sean tan imaginativas como aterrizadas. Aquí, los problemas no se resuelven con teoría: se enfrentan desde la vida diaria, donde la ciencia se vuelve tangible, útil y profundamente humana.
La innovación más poderosa rara vez hace ruido. No se lanza con espectáculos ni persigue modas pasajeras. Se integra con tal naturalidad a la rutina de las personas, que termina por volverse indispensable. Y aunque muchas veces pasamos por alto su ingeniería, su verdadero mérito radica en lo bien que se adapta a nuestras vidas.
Ahí está, por ejemplo, el clásico rollo de cinta adhesiva Scotch, presente en escuelas, oficinas y hogares mexicanos desde hace décadas. Hoy su fórmula incluye materiales vegetales, su dispensador es recargable y su empaque, completamente libre de plástico. O la icónica esponja verde y amarilla Scotch-Brite, que después de más de 65 años en el mercado, ha sido rediseñada para durar más, limpiar mejor y fabricarse con fibras recicladas y materiales naturales, sin comprometer su eficacia ni ergonomía.
No se trata de revoluciones, sino de ajustes inteligentes que responden a una pregunta esencial: ¿cómo lograr avances reales que no compliquen la vida de las personas, sino que la mejoren?
En México, donde millones de personas lidian todos los días con inflación, contaminación y sobrecarga de tareas, la innovación debe reflejarse en productos que inspiren confianza, que sean duraderos, accesibles y estén alineados con los valores del consumidor actual. Un producto que reduce el desperdicio, simplifica una tarea repetitiva o dura más tiempo no solo cumple una función: construye relevancia emocional.
Además, el contexto importa. América Latina no es un bloque uniforme; es un mosaico de realidades marcadas por diferencias culturales, logísticas y sociales. Por eso, la innovación liderada por la ciencia en esta región debe ser adaptable, empática y profundamente conectada con lo local.
Las señales son claras. Según Kantar LATAM, el 85% de los hogares mexicanos ya consideran la sostenibilidad como un factor clave al comprar productos para el hogar. No se trata solo de una moda: es un cambio en cómo se define el valor.
Y las expectativas no se limitan a materiales reciclables. Cada vez más, las personas esperan que las marcas sean parte activa de la solución —social y ambiental—, no solo proveedoras de productos. Esto implica replantear no solo lo que vendemos, sino cómo participamos en la vida pública.
En toda América Latina, ya vemos este cambio en marcha: programas de reforestación, voluntariado comunitario, cadenas de reciclaje y manufactura más limpia. La ciencia se está aplicando como una herramienta de progreso sistémico. Y, lo más importante, se está localizando, con datos, necesidades y alianzas propias de cada región.
Estas iniciativas no son filantropía: son estrategia. La transición hacia energías limpias, la política de cero residuos y los modelos de economía circular no solo responden a una agenda de sostenibilidad, sino a una agenda de innovación. Fortalecen cadenas de valor, reducen riesgos regulatorios y generan capital reputacional de largo plazo.
También hay un giro cultural en juego. En un mundo cada vez más digital, automatizado y sintético, los productos físicos —los que tocamos, usamos y confiamos cada día— cobran un nuevo valor. Nos recuerdan que la innovación no siempre tiene que lucir futurista para ser transformadora. A veces, basta con una esponja más inteligente, una cinta más durable o un empaque más fácil de reciclar.
Desde 3M, vemos una gran oportunidad: escalar la innovación no a través de la complejidad, sino de la simplicidad bien pensada. Invertir en ciencia que sea silenciosa, efectiva y significativa. Diseñar para durar, no para desechar.
Porque cuando la ciencia se encuentra con lo cotidiano —y lo mejora con intención—, el resultado no es solo desempeño: es confianza.
Y la confianza, cuando se cultiva y se sostiene, es la forma más duradera de innovación.