En México, ser un negocio formal implica un camino empedrado. Lejos de representar una ventaja clara, la formalidad se convierte en un sistema de alta exigencia y baja recompensa. Según cifras del INEGI, más del 55% de la población ocupada labora en la informalidad, y este sector representa cerca del 25% del PIB nacional. Este fenómeno ha dejado de ser marginal para convertirse en la norma.
Los emprendedores formales se enfrentan a impuestos elevados, trámites engorrosos, regulaciones complejas y fiscalización constante. La carga tributaria, los costos de cumplimiento legal, las inspecciones laborales y las cuotas obligatorias (como el IMSS, INFONAVIT, ISR, IVA y licencias municipales) generan una sensación constante de persecución. Mientras tanto, el acceso al crédito, incentivos o seguridad jurídica sigue siendo limitado.
Esta estructura castiga al formal y premia al informal. En lugar de recibir estímulos por cumplir, las empresas legalmente constituidas deben competir con negocios informales que no pagan impuestos y operan bajo costos significativamente menores, muchas veces en las mismas calles o mercados.
El resultado: el talento emprendedor se refugia en la informalidad como mecanismo de defensa. El Estado pierde recaudación, se frena el crecimiento económico, y se debilita la productividad nacional. La formalidad, más que una meta deseada, se vuelve una carga insostenible para quienes deciden cumplir.
En algún momento consideré lanzar una campaña titulada “Adopta un informal”, pero pronto me detuve: el resultado podría ser contraproducente. Hoy, irónicamente, parece más factible que un informal convenza a un formal de adoptarlo… o peor aún, que termine convenciéndonos a nosotros de cruzarnos a su lado.